Ahora que todos cuentan y recuentan y hacen la cuenta de la vieja para analizar sus votos, afanados en sacar lustre a la victoria o en minimizar las pérdidas, sigo yo pensando, quizás en solitario, que toda España viene perdiendo políticamente desde hace muchos años a causa de las altísimas cifras de abstención que arrojan nuestros procesos electorales. Esto parece preocupar poco a nuestra clase política –unas veces porque ya ha ganado y otras porque ya ha perdido–, que rara vez se interroga sobre qué se está haciendo mal para que la gente no haga uso de un derecho, el de la participación política, que tanto sudor y tanta sangre costó conquistar. Preguntárselo, a diferencia de lo que muchos piensan, no es cuestionar la legitimidad del acceso al poder, sino hacer un ejercicio de honestidad y coherencia que demuestre que la preocupación política va más allá de lo inmediato y se extiende en el largo plazo para robustecer y mejorar los sistemas democráticos. Mal vamos si ya damos la democracia por suficientemente consolidada o si creemos que, con tal de ganar en las urnas, todo vale y que importa el qué, pero no el cómo.

Creo que fue el abate Emmanuel Joseph Sièyes, allá por las postrimerías del siglo XVIII, el primero en definir el nuevo gobierno constitucional de Francia como una realidad de “base democrática y edificio representativo”. Si Sièyes lo hubiera dibujado, hubiéramos visto que en su mente el Estado era como una gran pirámide, cuya estabilidad dependía, a fin de cuentas, de la amplitud de su base. Sus palabras, entre otras de otros conspicuos pensadores de su tiempo, fueron la antesala del liberalismo y el punto de partida del gobierno representativo que aún hoy disfrutamos y/o padecemos. Y, aunque luego la democracia viniera a combatir muchos de los principios del liberalismo, el concepto de “base democrática” como sostén del Estado todavía nos sirve.

Por todo ello, las cifras de abstención electoral que todos los partidos políticos parecen despreciar en su análisis no deberían, ni mucho menos, pasarnos desapercibidas. En las últimas municipales, casi 13 millones de españoles se han quedado en casa, afectando la abstención electoral a más del 36% de la población con derecho a voto. En algunos municipios, y no precisamente pequeños, la cifra ha superado el 50%. ¿Es esto un buen sostén para un Estado democrático? ¿Y por qué se produce? Más allá de ganar o perder, las formaciones políticas deberían analizar por qué, por el camino, una enorme parte de la sociedad ha perdido el interés por la política y su confianza en que el ejercicio del sufragio pueda cambiar las cosas. Si además, como parecen señalar los estudios politológicos, la abstención prolifera entre los más vulnerables y empobrecidos y entre los más distanciados de la formación educativa, esto es para hacérselo mirar. La cuestión es si a todos conviene que más gente vote. Personalmente, miro los muros de la patria mía y, como Quevedo, los veo desmoronarse.

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