é Ln este mundo en el que vivimos también las universidades han entrado en el juego de la globalización, la mercantilización y la obsesión por los rankings. Cual equipos de fútbol, muchas universidades invierten grandes sumas de dinero en contratar a reconocidos investigadores e investigadoras que las doten de un prestigio que naturalmente no son capaces de generar y que eleven su posición en los rankings académicos. Salvando las distancias, es como la vieja disyuntiva deportiva entre "cantera" o "cartera". En algunos casos, no pocos, estos fichajes vienen muy bien, además, para blanquear regímenes totalitarios. No es nada nuevo: siempre ha habido mercenarios, en el mejor sentido de la palabra. Y, bien visto, siempre será mejor que se pague el talento antes que la violencia o la chabacanería.

En estos días, mientras participaba en un foro internacional, me he cruzado con un talentoso científico español que ha sido fichado por una universidad de Arabia Saudí para estudiar los ecosistemas marinos. Al poco de iniciar la conversación, viendo su ufanía y oyéndole hablar de lo bien que él llevaba el clima saudí, ya podía deducirse que, desde luego, estaba muy, pero que muy bien pagado y que eso compensaba cualquier incomodidad. La conversación resultó agradable mientras hablamos del clima y de la belleza de los corales del Mar Rojo, pero empezó a torcerse en cuanto fuimos entrando en las condiciones sociales del país y los derroteros políticos de la dictadura saudita. Afanado en defender la "enorme" transformación social que el país estaba experimentando y las bonísimas intenciones de sus gobernantes, el reputado científico torcía el gesto ante cualquier opinión adversa sobre la monarquía autocrática para la que trabaja y sus dudosos valores. Resultaba esperpéntico ver a un científico laureado con tan escaso pensamiento crítico y comprobar en directo su incapacidad para formular alguna reivindicación en favor de la democracia o el respeto a los derechos humanos. Resultaba paradójico ver cómo una persona que enarbola habitualmente la legítima bandera de la defensa de los grandes cetáceos era, en cambio, incapaz de expresar una mínima censura, por ejemplo, hacia el trato discriminatorio que reciben las mujeres en Arabia Saudí.

La conversación se tensaba por momentos y el científico empezaba a sudar y a ponerse nervioso. Tanto me sorprendía su reacción que llegué a pensar que, confundido, probablemente creía que yo era una periodista dispuesta a arrancarle algún comentario negativo sobre el régimen saudita que, una vez publicado, pudiera comprometer su elevada y bien remunerada posición. Finalmente, el prestigioso investigador, haciendo gala de toda su mala educación, se retiró bruscamente de la conversación. Eso sí, se llevó con él su mochila llena de billetes, índices de impacto, contradicciones y esclavitud. Se ve que en algunos sitios no solo compran el talento, sino también el silencio.

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