Mariposas en un plato hondo con agua y aceite

En estos días siento que en la oscuridad de la noche revolotean a mi alrededor las mariposas amadas y sutiles de mis muertos

En torno a estos días solía llegar a mi casa una capillita de madera, con un santito o con una virgen dentro, que mi madre colocaba junto a la puerta de entrada. Yo aguardaba a que nadie me viera para abrir sus puertecitas góticas y observar curiosa esa figura dulce que me miraba desde detrás del cristal. También por estos días, en un plato hondo con agua y aceite, mi abuela colocaba unas lamparillas de cartón que, día y noche, permanecían encendidas en recuerdo de nuestros difuntos. Ella las llamaba mariposas y yo las veía oscilar en la oscuridad de la cocina por la noche como si realmente revoloteasen. Se nos hablaba entonces de la bisabuela Paca, que era muy buena, y de la abuela Catalina, que murió de una cosa mala, y del abuelo Francisco, que había enfermado en la guerra de Marruecos, y de la niña María, que se murió siendo muy pequeña de no sé sabía qué. En el fondo, eran los muertos de otros, gente lejana y desconocida para mí, pero cuyas historias oía atentamente, para luego intentar descubrirlas en sus ojos, que parecían escudriñarme serenos desde las fotos que colgaban en las paredes del salón.

Durante la infancia, por lo normal, nuestros muertos siempre son los muertos de otros: muertos que heredamos, solo, por la vía de la sangre y del recuerdo. Luego, a medida que la vida avanza, la experiencia más dolorosa de crecer y envejecer consiste en tener los nuestros propios. Es entonces cuando sabemos lo que es no poder comprender que cada día siga amaneciendo como si el mundo no se conmoviese con nuestra enorme pena. Es entonces cuando, sin estar enfermos, sentimos dentro un dolor afilado y penetrante imposible de explicar. Es entonces cuando, aun teniendo todos nuestros miembros, nos sentimos terriblemente amputados. Es entonces cuando se espesan los vacíos y se reserva una lágrima siempre susceptible de brotar. Es entonces cuando podemos recoger del suelo nuestros pedazos y pegarlos torpemente, pero sin dejar de ver las huellas indelebles de su fractura.

Ahora los tiempos han cambiado: eludimos hablar de la muerte, la sacamos de nuestra casa, la encapsulamos en tanatorios forrados de mármol que parecen la recepción de un hotel, la incineramos y la esparcimos, procurando apartarla, disolverla y hacerla inmaterial. Lo políticamente correcto es la entereza, seguir viviendo y dejar que el tiempo haga su trabajo inexorable, como si todo pudiera seguir siendo igual. No dudo que sea lo más sano y recomendable.

Y, sin embargo, en estos días, aunque ya no encienda lamparillas en mi casa, yo siento que en la oscuridad de la noche revolotean a mi alrededor las mariposas amadas y sutiles de mis muertos.

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