Inflación

Hemos entrado en un proceso inflacionario que no habíamos conocido desde hace como mínimo cuarenta años

Un amigo boliviano me contó hace años cómo eran los tiempos de la hiperinflación que sacudieron a América Latina a comienzos de los años 80. Cuando su padre iba a cobrar su sueldo, volvía a su casa con una montaña de billetes de banco cargados en una carretilla. Una vez, el padre le dio una brazada -o varias- de billetes al hijo y le animó a que fuera a comprarse un pasaje de avión para Buenos Aires. "Mañana ya no valdrán nada, o sea que es mejor que aproveches y te compres el billete si tienes tantas ganas de ir a Buenos Aires". El hijo obedeció. "Fue la única vez que salí ganando con la inflación", me comentó muchos años después. Muchos años antes, en la Rusia soviética, también se vivió un episodio muy parecido. En 1923, la poeta Anna Ajmátova llegó a cobrar 150 millones de rublos por los derechos de autor de uno de sus libros de poemas. El problema es que con aquellos 150 millones no se podía comprar ni un billete de tranvía. Más o menos lo mismo pasaba en la Alemania de la República de Weimar. El billete de 10 marcos de 1918 se convirtió en el billete de mil millones de marcos en noviembre de 1923. Los empleados que iban a cobrar el salario tenían que usar carretillas, o bien recibían la paga con fajos de billetes en los que se había estampillado un nuevo valor: un millón, dos millones, diez millones, cien millones… Llegó a haber en circulación billetes de cincuenta billones de marcos (ojo: un billón son un millón de millones, no mil millones). Hitler surgió de esas montañas de billetes estampillados que no valían ni para comprar una barra de pan.

Evidentemente, las cosas no están así entre nosotros -crucemos los dedos-, pero está claro que hemos entrado en un proceso inflacionario que no habíamos conocido desde hace como mínimo cuarenta años (en los años de la Transición, la inflación llegó al 15% y al 16%, una barbaridad). ¿Qué va a ocurrir? No lo sabemos, pero sí sabemos que al frente del gobierno tenemos a un político que se dedica a jugar a hacer magia como Mickey Mouse en la Fantasía de Walt Disney. Y encima, nuestro aprendiz de brujo gobierna en alianza con unos activistas que no tienen ni la más mínima idea de economía productiva porque su visión de la economía se limita al funcionamiento burocrático de una ONG (que se financia con el dinero que ganan los otros). Dios quiera que no tengamos que empezar a usar carretillas.

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