El IVA de los colegios

Este ataque a la privada puede ser paradójicamente el camino más corto para cargarse la educación pública

En los países más desarrollados de nuestro entorno, la educación pública de calidad coexiste de manera pacífica con la privada. Su relación no sólo no es inversa, sino que la excelencia de una va pareja a la calidad de la otra, y esto vale tanto para la escuela como para la universidad. En Inglaterra, por ejemplo, el porcentaje de alumnos que estudia en la escuela privada es bastante mayor que aquí, por variadas razones que van desde la mayor capacidad económica del inglés medio a la más alta valoración de la educación en su particular escala de valores. Allí el modelo privado es considerado como un activo más de su educación sin importar los motivos que llevan a los padres a preferirlo, ya sean económicos, sociales, ideológicos o, como apuntaba ayer aquí mismo Enrique García-Máiquez, por una mera cuestión de libertad.

La noticia publicada, en el marco de la negociación de los Presupuestos, de suprimir la exención del IVA en materia de educación, supone de facto una agresión no sólo contra los centros privados, sino también contra esos padres que pagan religiosamente sus costosas matrículas, asociándolos alegremente con un estado de riqueza que la mayoría no tienen, y obligándolos a una tributación extra que ni procede ni merecen, pues aparte de pagar el colegio privado de sus hijos sin derecho a ninguna ayuda como las que se han generalizado para el material escolar, contribuyen con sus impuestos a sufragar el coste de los públicos (y concertados) del resto.

Han sido muchos los expertos que se han apresurado estos días a posicionarse en contra de la incipiente iniciativa, con argumentos difícilmente rebatibles: resulta obvio que un encarecimiento de las matrículas tendría el efecto trasvase de alumnos de la privada a la pública, con lo que el ansiado efecto recaudación quedaría atenuado por el mayor gasto en que incurriría la segunda, por no hablar de las consecuencias económicas inmediatas que traerían los cierres de centros con la consiguiente pérdida de riqueza y de empleos, directos e indirectos.

Pero siendo todo ello así, no es eso lo peor. Lo más grave es la sensación de huida hacia ninguna parte de estas políticas sin más base que el prejuicio ideológico, con la certeza de que este ataque sin precedentes a la privada puede convertirse paradójicamente en el camino más corto para cargarse definitivamente la educación pública.

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