La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Hijos, no esclavos de su tiempo

Descubrir a unos jóvenes alumnos el poder, la belleza y la fuerza del blanco y negro es una hermosa tarea

Menvía mi amigo Alfredo Rosas un artículo titulado La luz del blanco y negro en el que el escritor, profesor y compañero -porque es firma habitual en estas páginas- Enrique García-Maíquez cuenta su experiencia al proyectar a sus alumnos La ley del silencio, de Elia Kazan. Recibida con resistencia por ser antigua (si no vieja: ¡de 1954, nada menos!) y en blanco y negro, acabó por entusiasmarles a causa de la fuerza de su argumento, de sus personajes y de su poderosa fotografía en blanco y negro. "Una película multicolor, adaptada a los valores que cotizan en la bolsa del momento, no les habría ofrecido tanta luz como el blanco y negro de los duros muelles neoyorkinos", concluía.

Es que este blanco y negro justamente premiado con un Oscar fue obra del genial director de fotografía Boris Kaufman, hermano del director Dziga Vertov, afincado tras la Revolución en el París de los años 20, estrecho colaborador del malogrado genio Jean Vigo -suyas son las direcciones fotográficas de las vanguardistas A propósito de Niza y Cero en conducta y, sobre todo, de esa obra maestra total que es L' Atalante-, autor del poderoso blanco y negro del Kazan de La ley del silencio o Baby Doll, pero también del innovador, poético y delicado color de Esplendor en la hierba, y de la torturada y radical fotografía en blanco y negro -capaz de empapar en sudor, angustia y miedo- del primer Sidney Lumet de 12 hombres sin piedad, El prestamista o Larga jornada hacia la noche.

Inicia su artículo García-Maíquez con una cita de Chesterton con la que dice, pese a confesarse "chestertónico sin resquicios", no estar del todo de acuerdo: "La Iglesia católica es lo único que libera al hombre de la degradante esclavitud de ser hijo de su tiempo". Yo sí estoy de acuerdo con ella de la a a la z, siempre que se le añada el judaísmo y el budismo zen japonés (este último por las películas de Yasujiro Ozu, por supuesto). Esta degradante esclavitud de ser hijo de su tiempo no alude estar a la última en lo creativo e inteligente, sino en lo superficial y estúpido; no alude a negar los avances científicos y sociales, sino a mantener la distancia crítica. Una esclavitud, también, muchas veces cultural que sacrifica el gran legado ya centenario del cine -mucho de él en blanco y negro- a "películas multicolores, adaptadas a los valores que cotizan en la bolsa del momento".

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