Las figuras se retuercen por el cuadro, se enroscan como serpientes que no quieren separarse y buscan, en ese pillapilla, un instante eterno de felicidad compartida. Parece que las siluetas flotan en el aire sin entender un ápice de gravedad. Tampoco hay perspectiva, ni leyes que rijan el sabor de la verdad. En 1915, mientras los imperios acosaban a una Rusia empobrecida, los Romanov eran fusilados, los rusos se mataban entre sí y los bolcheviques tomaban el poder, Marc Chagall pintó El cumpleaños. En él sus protagonistas ondean por los aires, dichosos, enamorados, ensimismados de lo que sucede más allá de sus paredes. Sin quererlo, nos dan una lección sobre la relatividad del ahora y nos hablan de la importancia de abstraernos para encontrarnos con lo pequeño, pese a que, más allá de nuestras ventanas, los proyectiles sigan cayendo en cascada.

Y hoy es uno de esos días. Un día en el que celebro la vida llena de años fluyendo por sus venas y, por un momento, lo sustancial envuelve mis idas y venidas, me planta cara y me exige parar para mirar y comprender lo esencial: ver en los ojos de tu lumbre, esa acompañante constante de sueños y pesadillas, el brillo imparable del tiempo queriendo vivir dentro de sí. Y así pienso en ella, como la palabra justa que despeja la ecuación irrefrenable de la duda. Como la voz sincera y sabia que calma mi propia contienda. La que no descansa y siempre tiene un ojo abierto para quien pueda hacerle falta. La que me deja equivocarme para que solo así aprenda. La que me encuentra cuando ni yo misma lo hago. La que lleva la rutina diaria de una familia, el trabajo, los trabajos, la comida, la casa, lo de ella, lo otro, lo mío y hasta lo que no le toca. La que cura con besos cada una de nuestras heridas. La última en irse. La que dijo no cuando yo refunfuñaba con un sí. La dijo sí, cuando yo me empeñaba en un aciago no. La que reconoce sus errores para que yo no los cometa. El ojo que todo lo ve. La que perdona cada llamada que no hice. La que se arma con artillería pesada de comprensión y empatía. La que tiene marcada en las facciones el sabor de la experiencia, del ser mujer y madre tres veces en la vida. La serenidad después del terremoto. Aquella que paran por la calle para agradecerle el quehacer que tuvo dentro de sus vidas. La que arropa cuando la oscuridad te vence, acompañándote con su respiración, sin saber que la mejor medicina es su rama cálida abrazando tus raíces.

No sé, pero tal vez esos nueve meses que pasé dentro de ella, hicieron que nunca más quisiera separarme. Y qué ironía, que pase el tiempo que pase y caiga lo que caiga allá fuera, ésta que teje palabras, siempre será su niña imperecedera. Espero que hoy, al menos, reciba un trocito del mundo que merece y que ella, ingenua de sus actos, hace mejor cada día.

Felicidades, mamá.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios