En los tiempos de profesor novel –con rigurosa “v”, esencialmente novato–, impartía con fe, cierto asombro y en segundo de carrera unos fundamentos de teoría de grupos, o dinámica de grupos, que así más bien se llamaba el tema, resumido en tiernos acetatos que eran reproducidos mediante el mítico retroproyector de diapositivas (la tele mató a la estrella de la radio, el videoclub casi aniquiló al cine, la transparencia arrinconó a la pizarra; internet vapuleó a ésta, a la tiza, al boli y a todo artefacto predigital, y quizá la inteligencia artificial nos sustituya y suplante a todos). En una de esas diapositivas de vinilo se ilustraban los perfiles más típicos en cualquier grupo en forma de animales vestidos de persona; nosotros los aplicábamos a las reuniones de trabajo. Aquí ampliaré aquel elenco de prototipos: ovejas dóciles y condenadas ser esquiladas, hormiguitas y abejas, suricatas y elefantes colaboradores y solícitos, tiburones depredadores y sus pares, los cínicos lobos; gatos desconfiados. Gacelas, perezosos, ratoncillos, gazapos, avestruces, ballenas, pulpos. Cuervos, zorros, víboras, cerdos, comadrejas... que de todo hay. Nadie es puro estereotipo, los arquetipos son ideales (aunque sean repulsivos). Todos somos chuchos. Y cambiantes. Pandas un día, grizzli el siguiente.

En un vagón de tren, como en cualquier espacio delimitado o cerrado, también se encuentra a gente de toda calaña, sobre todo si son media distancia o cercanías: el “abono recurrente” es –de momento– gratuito, así que van llenos, y en los grandes números las estadísticas no fallan; es como en la viña del Señor. De buena mañana, cuando la noche clarea, el pasaje es silencioso. La gente es discreta, la mayoría es cortés: intercambiar un saludo, ceder el paso, decir gracias y por favor; esos factores de pura higiene social, imprescindibles para vivir con alguna serenidad. Hay otra higiene que la mayoría también observa. No todos, y ese rasgo irrespetuoso ocasiona incómodos efectos al prójimo. Es casi peor el perfil fragante que el del ostentoso del móvil, gritón e indiscreto, sea por solipsismo –“el mundo sólo soy yo”–, sea por hacer ver que es alguien que manda o reprende a otro alguien (tengo para mí que crece el número de monologuistas del móvil, hábiles y apasionados farsantes, que no hablan con nadie en realidad). En el último tren, muchos vamos desmadejados, como absortos y algo boquiabiertos, con la mirada perdida o directamente impedida por los párpados, ya cerrados; entregados al final del día y a la promesa de descanso: el sueño nos iguala a todos.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios