Acabo de volver de la España vacía o vaciada, que, en cualquier caso, con voz activa o pasiva, se despuebla aceleradamente. Quizás por ser agosto, ahora estaba algo más llena: en el verano los emigrados suelen volver a los lugares de su infancia y siempre hay alguna gente, como yo, que dedica las vacaciones a explorar cascadas entre bosques densos, perseguir icnitas y subir torrentes secos para ver abrigos con pinturas rupestres. Como en un espejismo fugaz, los restaurantes vuelven a llenarse y los hoteles rurales agotan sus reservas. Incluso vuelven a verse niños en las pequeñas plazas de pequeños pueblos en los que la escuela, sin embargo, no reabrirá en septiembre.

La España vacía estuvo más habitada en el pasado, pero, en la mayor parte de los casos, siempre estuvo aislada y por eso todavía nos permite disfrutar de una naturaleza virgen y de cascos urbanos medievales que parecen congelados en el tiempo y que la especulación inmobiliaria nunca tuvo interés en demoler. Pienso, por ejemplo, en las Hurdes, en la Sierra de Francia, en las Alpujarras, en las laderas del Moncayo o en Albarracín: todos sus pueblos tienen una belleza extraordinaria que conformaron la historia y la cultura popular y que preservaron la falta de comunicaciones, la pobreza y la supervivencia más difícil que cabe imaginar.

De hecho, todavía arrastran casi los mismos problemas. En estos días de vacaciones apenas he podido sintonizar la radio o comprar la prensa, la cobertura de mi móvil iba y venía (normalmente para no quedarse), las carreteras serpenteaban separando los pueblos hasta el infinito y las gasolineras se convirtieron en una rareza. Ni imaginar un centro de salud o una farmacia, pero menos aún un cajero. Todo este minimalismo, además, convive con esos marcadores de carretera y esas vallas para ventisqueros que vaticinan que en el puro invierno los pueblos quedarán encerrados por la nieve.

El bucle en el que está esta España que se despuebla por momentos es tan temible como adorables son sus paisajes. No cabe esperar que la inversión privada vaya a sacrificar sus beneficios inmediatos garantizando para la zona buenas infraestructuras, conexión a internet, salud y escuelas. No cabe imaginar a las grandes refinerías garantizando el suministro cercano de combustible o a los grandes bancos reduciendo dividendos para colocar más oficinas o cajeros. Todos esperarán que haya demanda para llevar allí su oferta, obviando que nunca nacerá esa demanda si no hay una adecuada oferta. Solo la intervención pública puede romper el bucle siniestro anteponiendo el bienestar social de sus ciudadanos y no se podrán alcanzar soluciones a largo plazo si en nuestra civilización no opera paulatinamente un cambio de mentalidad profundo que nos lleve de nuevo a la búsqueda de lo natural, lo cercano y lo auténtico, sin necesariamente tener que convertirnos en ermitaños.

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