Imagen de archivo de una clínica dental en Huelva.

Imagen de archivo de una clínica dental en Huelva. / Alberto Domínguez

Llevo desde la semana pasada con un insoportable dolor de muelas que me ha tenido postergado varios días. Parece impensable que una pieza de escasos milímetros pueda provocar tal malestar. Paradójicamente, voy al Diccionario de la Lengua Española y define la palabra moler, de la que proviene muela, exactamente con lo que padezco: Quebrantar un cuerpo, reduciéndolo a menudísimas partes, o hasta hacerlo polvo. Tal cual: quebrantado, desmenuzado y hecho polvo. Cuando usted lea este artículo yo espero haber pasado ya por el dentista, por su feliz anestesia y su feliz endodoncia. Porque la dichosa muela me tiene inhabilitado. En el trabajo. En las horas de sueño. No digamos a la hora de comer. En la escapada de fin de semana. Además, me atiza de manera discontinua y obedece escasamente a la medicación. ¡Tus muelas! O, en este caso, las mías.

Lo que peor he llevado es que de viernes a domingo teníamos programados unos días por Granada que apenas he podido disfrutar. Es una ciudad maravillosa y que está ahí, siempre es posible volver, pero en esta ocasión íbamos por la feria de los frutos de otoño. Se monta en los alrededores de la Fuente de las Batallas coincidiendo con el último fin de semana de septiembre, fecha de la procesión de la patrona de la ciudad nazarí, la Virgen de las Angustias –creo que también debe ser patrona de los dolores de muelas-. Por suerte, en un resquicio de molestia soportable, pude pasear por ese muestrario de frutas y palabras que no son habituales por el occidente andaluz, como azofaifas o azufaifas, acerolas y almencinas, junto a clásicos como membrillos, nueces y granadas. Mis hijos se aficionaron rápido, en especial a las almencinas, pequeños frutos rojos que entregan en una bolsa junto a un canuto de caña con el que disparar sus huesos a diestro y siniestro. También a los dulces, destacando la torta de la Virgen. Con el goce de esos platos que sólo existen en un lugar acotado del calendario. Ahora o hasta el año que viene. Un compendio de harina, manteca, azúcar y ajonjolí, relleno de chocolate o cabello de ángel; algo en sí compartido, pero como el habla, tiene la impronta del lugar, ofreciendo otra perspectiva al paladar. Un toque diferente y delicioso.

Todo cuando en la esfera pública se debate sobre el uso o no uso de lenguas que nos son familiares y extrañas. Para debatir, qué menos que entenderse. Para estar representados, qué menos que estar representados. Y entre pinganillo y pinganillo, un dolor de muelas y unas azofaifas.

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