Delirios los que uno siente, como cualquier ciudadano regularmente formado e informado, cuando los acontecimientos que vive y le afectan, le sumen en el desconcierto, la perplejidad, el asombro y la indignación. Porque hay una realidad incontrovertible contra la que unos u otros, piensen como piensen o voten lo que voten, nada hay que oponer. Los gobernantes, especialmente quienes nos mandan y singularmente quien está sobre todos ellos, nos mienten, nos engañan con toda desvergüenza y descaro. Cuanto dijeron ayer, en un pasado más o menos lejano, incluso inmediato, de una hora para otra, puede ser todo lo contrario posteriormente. Es más, ocultan con absoluta impunidad esos flagrantes embustes o se les llama “cambio de opinión”. Y lo peor es que muchos los aceptan como tales y además se los creen. O se los tragan como tantos otros inmundos sapos. Y a esas prácticas políticas, además, tienen la indecente osadía de llamarlas “progresismo”.
Ante este gravísimo dilema que ha suscitado la amnistía o el “alivio penal”, que es otro subterfugio surgido para evitar la mención de tan nefasta amenaza, han sido multitud las menciones que, negándola con la mayor fruición, la defienden o proclaman ahora, tanto políticos como comunicadores adictos a la voz de su amo y otros corifeos oportunamente remunerados. Larga es la lista de quienes negaron la amnistía a bombo y platillo como moneda de cambio a la investidura de Sánchez. Los mismos que hoy veladamente la insinúan o cobardemente se callan. Nadie pronuncia la palabra clave. Y el presidente, cuando al fin se decidió a abordar la cuestión, volvió a la ambigüedad, a la falsedad y a una auténtica aberración contra la Justicia y el Derecho de Estado afirmando que lo que él admitió como rebelión en toda regla, lo convierte ahora en una “crisis política”, uno de esos infames eufemismos a que nos tiene acostumbrados. Lo cual – como mínimo - supone una tomadura de pelo, entre tantas otras, al pueblo español, además de un severo descrédito para España y la democracia.
Que quienes consiguieron un ínfimo porcentaje de votos puedan cambiar siniestramente los destinos de España es inadmisible y que se perpetre – articulando fórmulas para modificar el engranaje jurídico - con el mismo desacato con el que se aplicó el uso de las lenguas vernáculas en el congreso para satisfacer una de las primeras imposiciones de los nacionalistas sediciosos, eludiendo los informes de los órganos consultivos del Estado – como se ha hecho en otras ocasiones -, enarbolando el engañoso espantajo de la “convivencia” y el “reencuentro”, es asumir con todas las consecuencias no sólo la expresión de los excesos ilícitos supremacistas, sino lapidar y derruir los principios constitucionales y la base fundamental del Estado de Derecho. Y lo más penoso, lo más grave, lo más dramático para el país es que muchos lo asuman con indiferencia, sumisión, derrotismo, aunque suponga para todos una injusta e ignominiosa humillación.
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