Como era el 2 de mayo, festivo en Madrid, dos miembros del Gobierno se pusieron el atuendo de chulapones y en tiempos de zozobra en el Palacio de la Zarzuela decidieron interpretar la zarzuela de Palacio. Se iba a titular Daoiz y Abelarda. En los primeros papeles, el ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, y la ministra portavoz y titular de Política Territorial, Isabel Rodríguez. Se dejaron los donuts en casa y llegaron con sus carteras.

Fueron puntuales, como si los hubiera conducido a la cita con los periodistas el mismísimo Pegaso, el caballo alado nacido de la sangre de Medusa que montaba el todopoderoso Zeus. Habrá habido gobiernos peores, sin duda, y ahí están las hemerotecas para comprobarlo. Pero difícilmente habremos soportado un Gobierno más ridículo. Donde una parte del Ejecutivo gobierna contra la otra, como el dicho de Larra, aunque la propaganda se encarga de llamar a la incoherencia pluralidad y consigue ensamblar esos contragobiernos domésticos con una cursilería que llena de almíbar el Boletín Oficial del Estado. La ministra de Justicia le pide al PP que vaya al lado del Gobierno, cuando una parte de ese Gobierno no va al lado del otro y piensa como los entrenadores previsibles que la mejor Defensa es un Ataque.

Daoiz y Abelarda es una ópera bufa reconvertida en zarzuela, una historia de espías cuyo argumento es una mezcla de un esperpento de Valle-Inclán y un guión de Ben Hecht. Unos espías que hubiera desechado John le Carré en la primera tienta literaria, para dejarlos en manos de Superagente 86, Torrente o Johnny English. En el centenario de Saramago, el Gobierno ha proclamado la transparencia del secreto ibérico. Menos mal que nos queda Portugal. Alguna vez he oído a Pérez-Reverte manifestar su admiración por Pedro Sánchez. Imagino que literaria. Después de Alatriste, Falcó y el Cid ya tiene nuevo personaje. Tan mitológico como el Pegasus, tan jartible como Brutus el de Popeye, tan risible como Golfus de Roma. Un político que, eso sí que es digno de admiración, se crece con los problemas y se mengua con las soluciones. Un Pegasus en las adversidades, un poni en el consenso.

El nombre de la red de espías nos lleva al Pegaso, ese equipo de fútbol fundado en 1962 por la fábrica homónima de camiones que jugaba en el distrito madrileño de San Blas, el barrio de Pedro Duque, el astronauta que fue ministro de un Gobierno presidido por un marciano. Un equipo por el que pasaron Quique Sánchez Flores, el hijo de Isidro y sobrino de Lola Flores, Jaime Mata o García Calvo, el futbolista con nombre de filósofo. Hubo un vehículo Pegaso que prestó un único servicio: trasladar los restos de Franco del Palacio de Oriente al Valle de los Caídos. El antifranquismo de rigodón no da puntadas sin hilo. Espía, una profesión de futuro cuyo único caldo de cultivo es la desconfianza mutua. Ese ingrediente de los menús que se sirven en Moncloa. Teléfono rojo, volamos hacia Tombuctú.

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