Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Zamiatin
Dice el refranero que Dios da pan a quien no tiene dientes, que es una forma fina de reconocer que el mundo, a veces, o casi siempre, es demasiado injusto y que, también a veces, o también casi siempre, las cosas buenas les pasan a quienes menos las merecen. Que no está hecha la miel para la boca del asno, ya que estamos tirando de refranero. La frasecita, (la de “dios da pan...”) la leí el otro día encabezando un post en redes sociales en el que alguien compartía el reportaje que este periódico publicó hace dos domingos sobre el (posible) pecio fenicio de la ría de Huelva, y no pude evitar cierto resquemor, o más bien cabreo, no porque me pareciera maliciosa o fuera de lugar, sino precisamente por todo lo contrario. Porque metía el dedo en el centro justo de la herida. Díganme si no qué pensarían ustedes si amaran un poquito la historia y se enteraran de que el que podría ser el pecio más antiguo que se haya encontrado nunca en la Península Ibérica, y uno de los más viejos del mundo, se encuentra bajo las aguas de una provincia que lleva siglos tapando, destruyendo, despreciando o, en el mejor de los casos, silenciando su patrimonio (que no es suyo solo, sino de todo el mundo). Díganme si, después de saber lo que hemos estado a punto de hacer con el puerto histórico de Tarteso, no creerían ustedes que somos indignos de tener aquí al lado, al alcance de la mano, un hallazgo que podría confirmar a la ciudad como la primera que existió en todo Occidente. Díganme si no dudarían de que nos lo merecemos, de que en serio es a nosotros a quienes corresponde ese honor. Si de verdad entenderíais que Dios, o los dioses o el destino o el karma o la suerte hayan decidido que somos nosotros, y no otros, los que asumamos esa responsabilidad. Díganme si no les asustaría que fuera a parar justamente en los tipos -y tipas- que han sido capaces de sepultar sin inmutarse treinta siglos de historia bajo parkings, supermercados y horribles bloques de pisos. Si confiarían un tesoro como ese a los mismos que han sido capaces de silenciar su existencia durante casi veinte años y ponerlo en peligro -cuidado, porque ya lo está- a saber con qué ruines pretextos. Díganme si no pensarían que no deberíamos ser los guardianes de ese legado. Si no se lamentarían de que el barquito se tuviera que hundir precisamente aquí. Habrá quien diga eso de “eh, a mí no me metas”, porque yo no estaba, porque yo no sabía, porque yo no pude, que no fui yo que fueron ellos, que no es ahora, que fue antes. Y puede que hasta tengan razón. Puede que sea injusto culparnos, culparles, de aquello que no hicieron, pero ¿a qué esperan, ahora que lo saben, para arreglarlo?
“Que cada hombre cumpla con su deber”, arengó Nelson a sus soldados antes de la batalla de Trafalgar. Y ganaron, oye. El Puerto y la Junta tienen los recursos, la responsabilidad y la obligación, pero los ciudadanos (y las instituciones las dirigen ciudadanos, no lo olviden) tenemos el deber de conocer y proteger nuestro patrimonio, porque si no habrá quien piense que no nos merecemos lo que tenemos o, peor aún, que nos merecemos todo lo que no tenemos.
También te puede interesar
Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Zamiatin
Cambio de sentido
Carmen Camacho
Plácido
La mota negra
Mar Toscano
Suerte
La ciudad y los días
Carlos Colón
La noche de las mentiras
Lo último