En una ciudad que no tiene propiamente una feria, le surge en el quinto mes del año una suerte de feria inconexa. Aquí y allá, de cuándo a cuándo: farolillos, música, gentío, un tablao,... Las cruces. Ese aroma a barrio, a barriada, a lo propio. Un montaje efímero. Puede que carpa. Una barra de chapa -¿habrá algo más hermosamente mundano?-. Los tickets para las consumiciones. Para muchos es el momento de apertura gastronómica de habas enzapatás y de caracoles. Una celebración netamente sureña. La vida. La cruz como victoria. El festejo. La calle. El barullo. El adorno. Once meses de espera y el empeño de mantener esta tradición.

El pasado sábado, en la hora a la que se presuponía que iba a estar frente a la televisión viendo la final de la Copa del Rey, me vi por azar del destino en una Cruz de mayo. Llevo ya unas pocas porque acompaño a mi hija, que actúa con sus compañeras de baile flamenco en casi todos los escenarios de esta florida celebración. Un día en un lado y otro en otro. Y para mi ingenua sorpresa, estaba ambientada, bastante ambientada. Me esperaba las sobras de quienes no iban a estar en casa, y me encontré con quienes disfrutaban del fresco nocturno, de una silla plantada entre bloques de edificios, y se daba a la conversación. Me gustan los lugares donde no sé lo que va a deparar. Donde se reúnen las amistades. Donde encuentro a gente inesperada. Tras la barra, una pléyade de camareros voluntarios aprendiendo el oficio a marchas forzadas, donando su tiempo; el olor inconfundible de las comidas caseras. Y las grasientas planchas, loor de nuestros montaditos.

Pensaba en los vecinos. En un jaleo así. En los decibelios flamencos de las agrupaciones o de las reproducciones enlatadas. En el tono de las conversaciones entrando por las ventanas en compañía de los humos de las cocinas. Sin embargo, no existía ni una señal de protesta, ni una pancarta o alguien asomado requiriendo nada. Ninguna queja ante el alboroto reinante. Toda esa situación se asume como una parte más de la vecindad, justa y necesaria. Una decoración festiva para el disfrute. Al poco me di cuenta de que en un par de mesas había raciones que no se ofrecían en barra, y que salían de los portales aledaños, donde las mesas eran ocupadas por grupos de vecinos que habían prolongado su salón hasta la calle. ¡Gloria! Gloria a las casas sin paredes, al cante y al baile, a las habas y a los caracoles. Nos vemos en la próxima cruz.

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