Debió de haber algún tiempo en algún lugar, cuando aún el plástico no había invadido nuestras vidas y nuestro planeta, en que la basura se arrojaba al mar. Todo lo orgánico se descomponía y se deshacía el papel. El cristal, en cambio, se hacía añicos y sobrevivía. Durante muchos, muchos años, la erosión del mar y el oleaje moldearon esos trozos de cristal hasta dejar romos sus bordes y pulidas y redondeadas sus paredes.

En la playa de mi pueblo, la mar de levante, con su oleaje vibrante y hasta desbordado, traía hasta la orilla esos trozos de cristal que el tiempo y la naturaleza habían bruñido y los dejaba sobre la arena gris, brillantes y coloridos. A pleno sol, lanzaban destellos entre los chinitos blancos y negros, las conchas de los corrucos y los esqueletos de las caracolas: unas veces, diminutos y casi imperceptibles; otras, del tamaño de una piedra pequeña.

Cuando el agua los mojaba con su vaivén, yo los imaginaba como piedras preciosas que la playa nos regalaba y pertrechada con mi cubito de plástico, los recogía como quien recoleta diamantes, esmeraldas, zafiros y topacios. Abundaban los cristales blancos, que nacían, quizás, de las botellas donde se vendía la leche o la gaseosa La Casera y de esos platos de Duralex que, desde antiguo, se habían convertido en uno más de la familia; no faltaban los marrones, que supongo nacidos de botellas de cerveza; y los verdes de distinta tonalidad, a los que enorgullecía ser la forma última de costosas botellas de buen vino –los más oscuros– o de la piel más clara de las Heineken, que en aquellos días solo se vendían en Gibraltar. Los más escasos y cotizados por las cuadrillas de niños recolectores de cristales eran los azules. Una botella azul, de hecho, no era nada común en nuestras vidas y, por eso, un cristal azul era lo más sobre la orilla de la playa y, cuando un niño encontraba alguno, vociferaba a voz en grito: “Uno azul, uno azul, he encontrado uno azul”. Y todos acudíamos para ver el hallazgo y, por envidia, igual decíamos con desprecio: “Ah, pero es muy pequeño”, que también importaban los quilates en ese mundo minúsculo de niños y cristales de colores. En los días de levante, el oleaje reabastecía los bordes del mar de su cosecha de cristal pulido y dejaba las orillas enjoyadas. En los días de poniente, con el agua fría y cristalina, podíamos avanzar un poco más y aprovechar la transparencia impoluta del mar para encontrarlos en su fondo: “Niña, ten cuidado, que el poniente es muy traicionero y tira hacia adentro”. Aquellos cristales que recogía durante mi infancia los tengo a buen recaudo, guardados en botes de cristal tan transparentes como ellos. Y, como en la playa, los acompaña algún corruco y alguna concha fina. Por suerte, la basura ya no se tira al mar y las remesas de cristales de colores escasean sobremanera en la playa de mi pueblo. Pero si encuentro alguno mientras paseo, aún siento infinitas ganas de gritar: “he encontrado uno, he encontrado uno, y es azul”.

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