Atardece sobre La Matanza y la luz tibia se compadece poco con la violencia de su nombre. Puede que este aluda a la existencia allí en el pasado de una zona para el sacrificio del ganado, pero lo más probable es que aluda a alguna de las distintas masacres de indígenas que los colonizadores españoles perpetraron a lo largo del siglo XVI. Las matanzas persiguen a La Matanza: también fue uno de los sitios más castigados por la dictadura militar y miles de personas asesinadas y desaparecidas suman inmenso dolor entre las familias que lo pueblan. Hay que recordarlo, porque la dulzura del atardecer sobre el arbolado de las aceras reblandece nuestras neuronas. Si no hay historia ni memoria, alguien podría pensar que estos horrores no ocurrieron nunca.

El municipio está adosado a la gigantesca ciudad de Buenos Aires y es él también en sí mismo un conglomerado gigantesco: casi dos millones dice el censo de 2010; más de tres me cuentan los matanceros. Semejante hormiguero humano se extiende hasta el infinito en una ciudad cuadriculada, de casas de una o dos plantas, diversas, contrastadas e, incluso, ruinosas. Allí llegaron a lo largo del tiempo las riadas masivas del éxodo rural y oleadas sucesivas de inmigrantes -en su mayor parte europeos- que levantaron fábricas y empresas a la espera de que algún día alguien se acordara de ellos y también los levantara de la pobreza. La Matanza es, probablemente, uno de los lugares más peligrosos de Argentina y esto tiene mucho que ver con la vulnerabilidad económica y social de sus habitantes y con un déficit de educación que la Universidad del mismo nombre se afana en combatir. Formación contra la deformación. Sin aquella, no parece que sea posible otro futuro.

Por todo esto, el día de trabajo en La Matanza está lleno de experiencias, interrogantes y esperanzas. Cuando termina y avanzamos hacia el aparcamiento con nuestras carpetas llenas de notas y nuestras ojeras de jetlag, un grupo de chicos y chicas nos espera para brindarnos una perfomance. Tan jóvenes y tan hermosos, lucen sus vaqueros rotos, sus camisetas sin mangas, sus piercings y sus mechas de color en las melenas. Cualquiera hubiera pensado que iba a sonar Coldplay. Pero no. Comienza a sonar la música y, desde las profundidades del altavoz, emerge la voz rotunda y ancestral de Jorge Cafrune que recita con estremecimiento los consejos inmortales del gaucho Martín Fierro:

"Las faltas no tienen límites / como tienen los terrenos; / se encuentran en los mas güenos, / y es justo que les prevenga: / aquel que defectos tenga, / disimule los ajenos (…). Ni el miedo ni la codicia / es güeno que a uno le asalten, / ansí, no se sobresalten / por los bienes que perezcan; / al rico nunca le ofrezcan / y al pobre jamás le falten (…). / Muchas cosas pierde el hombre / que a veces las vuelve a hallar; / pero les debo enseñar, / y es güeno que lo recuerden: / si la vergüenza se pierde, / jamás se vuelve a encontrar".

Dicho queda.

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