En esos días, mi primo Francis, que era el mayor, nos llevaba a todos corriendo por las calles, cruzando el pueblo, hasta el cine de verano. No había vacaciones de verdad sin esas tardes de proyecciones baratas, en sillas metálicas que se clavaban en la espalda, bebiendo Mirinda y comiendo pipas a destajo. En ocasiones teníamos, incluso, doble sesión. Tardes infinitas en las que se dejaban las chanclas, el flotador y el salitre para arreglarse e ir al cine. Se entraba aún de día –recuerdo–, pero mágicamente llegaba la noche y el cine de verano se convertía en ese lugar embrujado en el que la luz de la pantalla parecía inundarlo todo y los sonidos se expandían sin fin mezclados con el rugir de una moto que pasaba cerca o el pregón del barquillero. No había cosa parecida a quedarse hipnotizada con los fotogramas y luego levantar la vista hacia el cielo oscuro recibiendo en la cara la brisa que llegaba desde la playa de poniente.

Que mi primo comprara las entradas y eligiese la función tenía su coste y no era extraño que, siguiendo sus preferencias, nos colocara en el reestreno de una de vaqueros o de asesinatos sangrientos de un par de temporadas antes. En una de esas sesiones de los setenta nos cayó, por ejemplo, “Harry el Sucio”. Y puede que, por las circunstancias, desde entonces, me quedara yo prendada de ese Callahan entre justo y pendenciero, al mismo tiempo honesto y transgresor, de gatillo fácil y gesto duro, que irrumpía con sus disparos en la pantalla inmensa del cine de verano. Puede que, desde aquella tarde, me hiciera incondicional de un Eastwood que ya entonces era capaz de expresarlo todo con solo elevar levemente su labio superior, pero que, por aquello del spaghetti western, casi nadie reconocía aún en sus muchos méritos. En el cine de verano cayeron también “El jovencito Frankestein” y hasta “La vida de Brian” y, junto con ellas, docenas de películas malas o malísimas que ni siquiera alcanzo a recordar. En el cine de verano, en realidad, lo de menos era la película y lo demás, el ambiente: los amigos que llegaban, la charla en los diálogos aburridos, los chistes sobre el protagonista, el zascandileo de ir y venir a la barra…

Ahora es cada vez más difícil ir al cine de verano: o no lo hay o no me entero. No sé si mi espalda aguantaría tanto metraje en silla de plástico, pero lo intentaría, pertrechada –claro está– con el cartucho de pipas y la misma ilusión de entonces. En su falta, no hay verano sin su justa dosis de cinematógrafo y, si es posible, en familia. Ya he empezado con Indi, al que se lo perdono todo, y pienso arriesgarme hasta con Barbie, poniéndola a competir con Oppenheimer. No le hago ascos al multiverso de Spiderman y cuento los días para ver “Te estoy amando locamente”. Es este, sin duda, un placer que me consiento en un denodado esfuerzo por emular el pasado y es, no menos, una rebelión silenciosa y perdida contra el sofá y las plataformas.

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