La joven periodista que está frente a mí me pregunta: ¿Y qué no puede faltar en su casa? Y contesto: "fruta". Y entonces pienso que tendría que haber contestado otra cosa más bonita o que debería añadir algo, quizás más esperable, más políticamente correcto, más inmaterial y cursi, como "amor" o "sonrisas". Pero automáticamente, sin que la parte racional del cerebro pueda mediar, digo: "Y chocolate". Y el hipocampo se agita y despereza tan contento. La palabra sola mueve todos los resortes y me llegan, increíblemente nítidos, los recuerdos del chocolate inglés que mi padre nos traía de Gibraltar y que luego solo se podría comprar en Ceuta y la evocación de ese sabor profundo, invasivo, dulce y amargo a la vez. Dicen los expertos que nada atrapa mejor la memoria que un sabor o un olor y debe de ser, sin duda, totalmente cierto. El olor de un perfume concreto nos inunda los sentidos y nos devuelve a la persona amada; el de un guiso nos teletransporta a la cocina de la casa del pueblo, al sonido del borboteo en la olla y a la visión de la abuela arremangada ante las cazuelas con su delantal y sus cucharones de madera.

El sabor del chocolate me trae al presente las sencillas meriendas de pan con chocolate y se queda amarrado al dolce far niente infantil de una tarde de verano. Tiene una gran virtud el viejo xocoatl de los náhuatl, el alimento de los dioses mayas que podemos comernos los mortales, y es que salta de lo humilde a lo más sofisticado sin que se le mueva un pelo. Digo "chocolate" y también se me llena la boca del bombón exquisito probado en Amberes o de la onza mordisqueada lentamente frente al Hofburg. Digo "chocolate" y me acuerdo de ese día en que intenté pasar por un aeropuerto colombiano una vaina de semillas de cacao del tamaño de un balón de rugby para disgusto del personal aduanero: "Señora, ¿para qué quiere usted llevarse eso?".

Me gusta el chocolate en una escalada incontinente hacia los mayores porcentajes de cacao y, a pesar de rayar en la adicción, con el absoluto respaldo de los que me rodean. Por Reyes, mis hijos me regalaron un espectacular bombón gigante y, por mi cumpleaños, mi amiga Desi me ha traído una preciosa caja que parece en sí misma una gran bombonera y que está llena de delicias chocolateras. Bueno, ya no está, estaba, porque he ido dando cuenta de ellas, día a día, cachito a cachito, después del almuerzo.

Chocolate solo, denso e intenso, como las bolas prietas que venden en Ecuador; chocolate con flor de sal o con chile fragante y picante; chocolate negro peruano, relleno de aguaymanto, que estalla en la boca con su frescor ácido; chocolate con trocitos de café de las laderas volcánicas de Nicaragua; chocolate trabajado refinadamente en las alturas de la cordillera argentina por un joven que me invita a entrar en su taller y, con enorme paciencia, contesta a todas mis preguntas… Chocolate sencillo, simple, humilde, antiguo, muy antiguo, capaz de atravesar el tiempo y el espacio… Tenía que ser.

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