No pocas veces los incidentes más frívolos son la metáfora viva de nuestra catadura moral como sociedad. La elección de Chanel para que nos represente en el festival de Eurovisión ha puesto en evidencia lo mal que llevan algunos que las elecciones las ganen otros. Una cosa es que a posteriori no guste el sistema electoral utilizado y otra muy distinta que se linche en la plaza pública a la persona que gana. Lo primero se inscribe en un largo debate sobre cuál es la mejor forma de votar para que realmente se pueda conocer la opinión de la gente; debate, que se remonta, al menos, a los finales del siglo XVIII y en el que han intervenido sesudos matemáticos, estadísticos experimentados y, desde luego, expertos en sociología electoral. Hasta la fecha (lo siento, partidarios de las listas abiertas, de la ley de d'Hondt, del voto acumulativo y de cualquier otra zarandaja) no hemos sido capaces de encontrar un sistema de votación perfecto. Cosa muy distinta es que a la persona ganadora -más allá de que nos guste o no su baile, su ropa o la letra de su canción- se la agreda sin piedad, se la insulte y se la humille. Puede consolarse la joven Chanel: sin ni siquiera haber ganado, a las Tanxugueiras las han calificado como nacionalistas progres dispuestas a romper España, y a Rigoberta Bandini, por homenajear a las mujeres madres, la han llamado roja, comunista y feminazi. Yo me pasé a Chanel desde que empezaron a clavarle los aguijones del odio en las redes.

Algunas personas llevan muy mal los resultados electorales que favorecen al otro, independientemente de que se vote por la paz del mundo o la erradicación del hambre. Todo vale con tal de que el otro no gane, sea lo que sea que esté en juego. En nuestra particular Eurovisión parlamentaria, cada vez más llena de teatro, poses, discursos insultantes y hasta "voto que no, pero rogando que salga el sí", la zafiedad avergüenza. A la más pura usanza del pasado, se captan votos de diputados que dicen no estar de acuerdo con su partido, pero que no se van de él, agarrándose con fuerza a sus escaños. El aplauso a esas actitudes de incoherencia hay que hacérselo mirar, porque quizás requiera una tercera vacuna democrática de recuerdo. Y también hay que hacerse mirar no admitir que se pierde cuando se pierde, incluso si es por el error de un diputado extremadamente torpe, despistado o que simplemente se había confiado pensando que ya estaba todo ganado porque los dos navarros veleidosos acababan de cambiar su voto. ¡A ver si vamos a tener que deshacer toda la historia del Parlamento español!

Esto es carne de chirigota carnavalesca, pero, en el fondo, lo que está en entredicho es muy serio. Se trata de la madurez democrática de un país, que se asienta sobre un principio filosófico y fundacional que tiene mucho de acto de fe: lo que sale de las elecciones va a misa. Luego, discutan el sistema de votación y la moralidad, interés espurio o inteligencia de los que votan, pero lo votado, votado está.

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