El botellón no es un derecho. No es ocio nocturno. No es una forma de socializar. No es una obligación. No es inatacable. Ni es invencible. Ni lo tenemos que aguantar hasta que se acabe la moda que lo sostiene. Hay una juventud devota que lo justifica. Las copas son caras (así, las copas, no el alcohol, que es mucho menos cool y más evidentemente dañino), lo que te venden en los sitios es garrafón (alcohol del malo a precio del bueno), tengo derecho a salir y a divertirme (lo cual es del todo cierto, pero no absoluto). Los hay sesudos en sus explicaciones, no mucho más, pero sí algo: pretenden establecer una teoría compleja del botellón como orgullosa reacción ante una sociedad cruel, llena de fallas y trampas para sus seguidores; poco menos que el botellón es una respuesta social reivindicativa ante los males del mundo, por eso, claro, las concentraciones del botellón disparan la conciencia crítica de sus adeptos y mejora, sin duda, su participación en la sociedad, haciéndola más grande e inclusiva. Y los hay sinceros y egoístas: bebo en la calle porque quiero, porque me da la gana, me pongo ciego como una perra, y, si molesto, que sé que molesto, te jodes con mis gritos, con mis vómitos, con mis meadas y con mis mierdas. Múdate de planeta, si te toca, porque la calle es de todos, pero más mía. Y, sí, los hay también alcohólicos sin saberlo aún.

La pandemia, y sobre todo la recuperación paulatina de la normalidad, ha reverdecido el conflicto. La mayoría social, quiero pensar, se mueve entre la incredulidad, por tanta irresponsabilidad como si nada hubiera pasado y aún ocurra, y la incapacidad, porque la policía es normalmente insuficiente para abortar las concentraciones. Se nos olvida muy rápido que los botellones han estado prohibidos siempre, antes de la pandemia también, pero han sido consentidos con el único objetivo público de que molestasen poco. Los ayuntamientos promocionaron botellódromos lejos del centro urbano y acotaron zonas específicas para realizarlo durante las ferias o las fiestas locales. Los supermercados y las tiendas de oportunidad han hecho, y hacen, su agosto las tardes de los fines de semana vendiendo (algunas veces a menores en directo, otras a recién mayores útiles para hacerlo para los que aguardan en las puertas). Las familias que lo pelean se convierten en raras, luego se rinden, o tienen que ser comprensivas, luego se rinden.

La permisividad es un desastre y es un error verlo solo como un problema de orden público. Lo es también de salud pública. Jóvenes por manadas cada fin de semana, adolescencia eterna, que hacen el pino con las orejas para beber, pero que no mueven un dedo para buscarse la vida porque es difícil y cuesta. Derrotados. El buenismo nos hiere. Es el momento, lamentablemente, de dificultar la compra y el consumo de alcohol y de tolerar cero alteraciones de la norma existente porque las calles así no son suyas. Hay que cerrar el grifo.

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