En torno a 1870, una princesa rusa, Sofía Troubetzkoy, quizás hija natural del zar Nicolás I, trajo a España la costumbre de adornar un árbol por Navidad. A ella le gustaba todo lo extravagante y novedoso: los pájaros exóticos, los monos y los perros japoneses. Se sabe poco de dónde se trajo la princesa esa costumbre extranjera: ¿de la corte francesa en la que había vivido con su primer esposo? ¿De su Rusia natal? Por su vida cosmopolita y viajera, pudo ver los árboles de Navidad, con todas sus manzanas y adornos, en tierras inglesas, finlandesas o alemanas; o puede que nunca los viera, pero que, en las animadas tertulias de Adviento de su madrileño palacio de Alcañices, oyera hablar de ellos a algún invitado procedente del norte. Allí, en algún lugar ignoto del norte de Europa -corría el siglo VII- los primeros cristianos habían aprovechado el culto pagano del dios Frey, simbolizado a través del árbol Yggdrasil, para representar el nacimiento de Jesucristo y la perennidad del amor del dios bíblico. En la España del siglo XIX, como podremos entender, esta era una tradición navideña desconocida y parece que, por esas fechas, en lugar de un árbol, en las iglesias y casas aristocráticas se montaba un nacimiento o belén para celebrar la Navidad.

En puridad, esto de poner el belén tampoco era una castiza costumbre española. Se le atribuye difusamente a San Francisco su origen y era una tradición estrictamente italiana hasta que Carlos III -que era VII en Nápoles- la importó y la difundió por la península e, incluso, por sus colonias americanas. Luego, como ya sabemos, han llegado el Santa Claus de la cocacola, las luces y los panettones. Curiosamente, muchas de las personas que han asumido todas estas costumbres extranjeras como propias y las consideran ya tradiciones identitarias incuestionables conforman ahora ese ejército oscuro que en las redes sociales y las barras de los bares combate el Black Friday y el Halloween. Y no albergo dudas de que, muy probablemente, son los mismos que defienden a muerte la tauromaquia, que muy probablemente tuvo su primera cristalización histórica en la Creta minoica, o las romerías, que casi con toda seguridad son la cristianización de la ancestral costumbre islámica de peregrinar anualmente hacia los morabitos.

En el fondo, no pasa nada: no hay que enfadarse ni convertirse en un hater furibundo. Las tradiciones, como la cultura en general, nacen y desaparecen, se mueven, mutan, se reciclan, reconvierten y acomodan. Solo es cuestión del tiempo y de las modas. No son propiedad de nadie. Unas veces son aceptadas y otras rechazadas. No son buenas ni malas en sí mismas por el hecho de ser "tradición": todo depende de quien las observa y de las escalas de valores de cada momento y sociedad.

Y, dicho esto, dejo ya la pluma, que han vuelto a casa mis hijos y tenemos que poner el árbol.

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