Juan Rodríguez Garat

Almirante retirado

¿Al borde del abismo?

El autor vaticina que nadie quiere dar un "paso suicida" en Oriente Próximo pese a los recientes ataques protagonizados entre Israel e Irán

Una mujer camina junto a una pancarta antiisraelí con imágenes de misiles iraníes en Teherán.

Una mujer camina junto a una pancarta antiisraelí con imágenes de misiles iraníes en Teherán. / Abedin Taherkenareh / Efe

La guerra soterrada que, desde la revolución islámica de 1979, existe entre Irán e Israel, se ha convertido en abierta después de los ataques y contraataques de hace algunos días. Son muchas las voces cualificadas –desde Guterres hasta Borrell– que aseguran que nos encontramos al borde de un precipicio. Y, objetivamente, nadie podría negar que estamos a un paso de una guerra regional en Oriente Próximo. Pero, ¿de verdad hay alguien que quiera dar ese paso suicida?

Un paso atrás

No se puede negar que, en estos difíciles días, tanto Irán como Israel conducen por caminos inexplorados. Sin embargo, no lo hacen con los ojos cerrados. No sabemos con certeza si ambos dan la crisis por zanjada, pero sus actos demuestran bastante más prudencia de la que a priori cabría esperar de dos gobiernos en serios apuros.

A estas alturas, parece claro que Israel no quiere más guerra que la de Gaza. ¿Quién habría dicho hace unas semanas que la respuesta al inédito ataque de 300 misiles y drones iraníes se limitaría a la destrucción de un sistema antiaéreo cerca de Isfahán? La comedida decisión de Tel Aviv sólo es contundente en el terreno simbólico: ha conseguido demostrar que, en una confrontación directa con su enemigo ancestral, su escudo resiste más que el iraní y su espada está más afilada. Parece, pues, que Netanyahu, presionado por todos pero quizá sólo influido por la coalición de partidos que lo mantiene en el poder, ha tratado de enviar un mensaje estabilizador. Quizá sea su primer acierto desde que, durante su guardia, se cometió la masacre del 7 de octubre.

Tampoco Irán quiere la guerra. La negativa a reconocer que ha sufrido un ataque desde Israel, inconcebible en cualquier país donde exista libertad de prensa, en la República Islámica es sólo una forma discreta de dar un paso atrás, alejándose del abismo. La mágica transformación de los misiles israelíes en cuadricópteros comerciales no es caprichosa. Si se tratara de estos últimos, el ataque tendría que proceder de territorio iraní. Y esa falsa procedencia, convertida en verdad incuestionable por la palabra del régimen, devuelve la crisis a los caminos trillados.

La respuesta –que la habrá– la darán los proxis de Irán cuando y de la manera que puedan hacer más daño a los intereses de Israel. Y la nueva respuesta de Israel será la que cabe esperar en estas ocasiones: ataques a los proxis y, cuando y donde pueda encontrarlos, también a los militares del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica que sirven de correa de transmisión entre Irán y sus aliados.

La chispa y el fuego

¿Y qué pasa si una cualquiera de las chispas que se produzcan en estos ataques –siempre de respuesta a otros ataques también de respuesta, en un ciclo sin fin– provoca un incendio que no sea posible controlar? Pues yo no me preocuparía mucho por ello. La historia demuestra que, en el terreno de la geopolítica, no son las chispas las que causan los incendios. Son los incendiarios quienes provocan las chispas para justificarse. Los choques fronterizos con Polonia no provocaron la invasión alemana de 1939, sino que fueron orquestados por Hitler para justificar la invasión. El ejemplo contrario lo tenemos en la frontera de la India con China, donde las chispas que surgen periódicamente se apagan con prontitud por ambas partes.

No hay, pues, razón para vivir acongojados. Pero sí para tomar precauciones porque, por desgracia, en el este de Europa sí hay pirómanos dispuestos a quemar pueblos enteros para medrar al calor de los fuegos que ellos mismos provocan.

Sin miedo, pero con el cinturón de seguridad

El cinturón de seguridad que España necesita para circular sin miedo por las complicadas carreteras de la geopolítica, que hoy discurren al borde del abismo, se llama Defensa Nacional. Y, si lo queremos a la altura del de nuestros compañeros de viaje, cuesta un 2% del PIB.

Hay quien defiende que estaremos más seguros si, en lugar de invertir en armamento, cedemos ante la razón de la fuerza. Eso es lo que tienen en la cabeza quienes hablan de confiar en la diplomacia para parar a Putin. Para ellos, sólo habría que darle al dictador ruso los territorios ocupados para lograr la paz. Pero, ¿es que somos, como los reyes del pasado, señores de la tierra y de los súbditos que la habitan? ¿No son hoy los pueblos dueños de su destino?

¿Qué mejor ejemplo de doble rasero que ceder el Donbás a Rusia en aras de la paz pero no Jerusalén Este a Israel?

Sorprende el olvido al que estos falsos pacifistas relegan a los ucranianos que vivían en los territorios que Putin ha conquistado. Algunos de ellos, exiliados sin derecho a retorno. Otros forzados a hacer el servicio militar en el Ejército invasor. Un puñado de mujeres violadas que no pueden denunciar los hechos porque serían condenadas por difamar al Ejército ruso. Un sustancial porcentaje de hombres torturados –ya hemos visto como Rusia trata a los terroristas y hemos oído como Putin asegura que los ucranianos lo son– y el resto silenciados bajo la amenaza de largas penas de cárcel si siquiera mencionan la guerra que les ha costado la libertad.

Lo que más sorprende es que, quienes de tal modo desprecian a las víctimas de Rusia, son los que suelen acusar a Occidente de utilizar una distinta vara de medir en Ucrania y en Gaza. Se dice que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno –que la hay– que la viga en el propio. Debe de ser verdad, porque ¿qué mejor ejemplo de doble rasero que esa insistencia en ceder el Donbás a Rusia en aras de la paz, pero no Jerusalén Este a Israel por el mismo motivo? Donde no hay dobles raseros es en lo que la Europa verdaderamente pacífica defiende: el principio de integridad territorial de todos los estados. Incluso los que, como Palestina, no son todavía miembros de la ONU.

Volvamos al cinturón de seguridad. Muchos falsos pacifistas dirán que la paz sólo se consigue bajándose del coche. Puede que fuera así si nos bajáramos todos. Mientras eso no ocurra, dejar los caminos de la geopolítica a los conductores más agresivos sólo sirve para aumentar el riesgo de que nos atropellen. Sobre todo si, llevados de la ingenuidad o al servicio de oscuros intereses extranjeros, decidimos sacar a la Guardia Civil –lea el lector la Alianza Atlántica– de las carreteras del mundo.

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