Tribuna

El maleficio de la calabaza

El empedrado del Albaicín es objeto de un proceso continuo de cambio.

El empedrado del Albaicín es objeto de un proceso continuo de cambio. / Archivo (Granada)

Se van a cumplir exactamente cien años del viaje de Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí a Granada, entre el 21 de junio y el 3 de julio de 1924. De aquellos intensos días en los que los Lorca, Hermenegildo Lanz y Manuel de Falla hicieron de anfitriones, dan cuenta fotografías, cartas y un proyecto de libro muy hermoso de edición póstuma, Olvidos de Granada. Ahora que en el mundo de la cultura apenas se plantean celebraciones sin centuria de por medio, quizás alguna institución prepare ya la exposición o el recital de aniversario; lo que no parece es que hayamos escuchado sus ecos, o que nos interpele la fina mirada de Juan Ramón, a quien la belleza de Granada atrapó, dejándolo “como herido, como convaleciente”, pero que también supo acusar los maltratos a los que estaba siendo sometida la ciudad.

El 20 de julio el poeta onubense le dirige una carta a Federico en la que el recuerdo, muy vivo aún, del encanto y la dicha de una Granada secreta, “fina y fuerte, recojida y ancha, suma inmensa de misticismo lento y delicada sensualidad”, da paso contrapuesto al desagrado y la protesta por la construcción de tantas cosas que le parecen terribles, jactantes, agresivas, un “crimen en el corazón de la rosa misma”: edificios, conjuntos florales de teatro, escasamente granadinos, empedrados que no tienen que ver con la delicada labor local artesana, el ladrillo pulido, el azulejo nuevo, bancos, templetes… En pocas cuartillas no deja títere con cabeza, pero el párrafo que le dedica a los nuevos trabajos de empedrado que había contemplado durante sus paseos resulta ejemplar, no solo por describir con tino el sentido de ese menester, sino porque apunta en una dirección necesaria, la de una estética de lo popular: “Pues, ¿y el empedradito lusitano, duro y funeral, que le han plantado a ustedes allá arriba? El empedrado de Granada mezcla la guija negra y la clara en un conjunto tierno, dorado, plateado, que parece trencilla, cuerda; y cuando lo moja el agua, salen aquí y allá lo negro y lo rubio, contajiados, como en un enjambre de avispas o en una enredadera de armonizadas melodiosas hojas y flores. ¡Qué horrible parche aquellas granadas de aquel diámetro, calabazas, quiero decir, como de asfalto, todas negras, con aquel rajón en medio!”.

¿Le suenan al lector esas granadas planetarias de nuestro empedrado? Seguro que sí, porque no solo no han desaparecido del suelo que pisamos, sino que su terca semilla ha conquistado los valles y colinas de Granada y le procura hoy la mayor cosecha cucurbitácea de su historia, contorneada por cada vez más motivos decorativos. Es lo que está pasando en el Albaicín desde hace bastantes meses. Aprovechando, o no, trabajos necesarios de arreglo de las vías urbanas y de soterramiento de cables de distinto tipo, se ha emprendido, en calles muy transitadas por el turismo, una labor de retirada de la piedra vieja para sustituirla por pavimentos flamantes, con diseños cada vez más intrincados, saturados de motivos vegetales, animales y geométricos, con frecuencia encontrados, botín aparente de un horror vacui que es del todo ajeno a la tapia encalada, el detalle sutil y el jardín humilde: las señas reconocibles de una belleza conseguida no sin esfuerzo.

La cuesta de Marañas y la escalinata de Beteta se han transformado en una larga alfombra de Corpus Christi, larga y bicolor, para el paso y la foto de los cuerpos en tránsito. La placeta de Santa Inés Alta, tan íntima y recoleta hasta ayer, brinda una cenefa de dibujos combativos. En la cuesta de Alhacaba se han habilitado paratas para que agarre la floritura. Una plaza casi secreta, la del del Almez, alberga ahora dos enormes granadas-calabaza que, enmarcadas por estrellas de ocho puntas, están y vivirán a partir de ahora como enfurruñadas, dándose la espalda, o el pedúnculo. En este preciso momento los trabajos avanzan Albaicín arriba, por el Aljibe de Trillo, y llegarán en su progreso hasta el de las Tomasas. Pero no sin antes detenerse y regodearse en uno de los miradores más hermosos de Granada, la placeta del Comino. Según hemos sabido, allí habrá también permiso para arrancar un empedrado sencillísimo y, por eso, perfecto, y dar rienda a la fantasía tipista.

No lo hagan, deténganse, señores con mando en plaza. Paren “el crimen en el corazón de la rosa misma”. No conviertan Granada en un pueblo grande de la Costa del Sol. Si han de volver a empedrar, por necesidades razonables, ese espacio maestro, háganlo reproduciendo el cuidado y la franqueza de una labor que se hizo bien en su día, sin obligar al turista o al vecino a dirigir la mirada a lo que nada aporta, sin imponer erradas pedagogías. La belleza de Granada hunde sus raíces en la reserva y la sencillez, no en la arrogancia ni en la obviedad, no en la ostentación. Un siglo después de su visita resuena, por estos aires que él quiso intensamente volver a respirar, la voz desvelada del poeta. Escúchenla: “¡No le toques ya más, / que así es la rosa!”.

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