Cultura

Ronda de vampiresas

Una feliz coincidencia editorial trae a la mesa de novedades dos relatos de vampiros: el Vampirismo de E.T.A Hoffmann y La muerta enamorada de Théophile Gautier. Dos relatos cuyo prologuista es el mismo (el estupendo y ubicuo Luis Alberto de Cuenca), y cuyos vampiros tienen una singularidad característica, su naturaleza femenina, luego velada por el formidable éxito de Drácula. Éste es un asunto, el de la femineidad del Nosferatu, que el conde transilvano desdibujó para siempre en el imaginario del XX, y que sin embargo yace al fondo de esa figura arcaica, nocturna y excesiva. Mujeres fueron la Carmilla de Sheridan Le Fanu, la Olalla de Stevenson, La vampira de Féval, las hembras del Manuscrito encontrado en Zaragoza de Potocki, la devoratriz que Stoker imaginó para La madriguera del gusano blanco... Mujeres son, y de qué modo, las protagonistas de estos cuentos de terror y misterio que hoy glosamos.

Vampirismo y masculinidad, pues, parecen ir de la mano tras la publicación de Drácula, si bien es cierto que Polidori inaugura el género en 1817 con su pequeña novela El vampiro. Sólo Jack el Destripador alcanzaría una celebridad similar a la de Drácula en aquel Londres victoriano que ve nacer también a Sherlock Holmes y a Joseph Merrick, El Hombre Elefante. Hay otra particularidad, no obstante, que agrava el interés de esta publicación conjunta. En Vampirismo y La muerta enamorada podemos seguir el influjo que Hoffmann ejerce en la obra de Gautier, y ambos en el imaginario romántico que frecuentó el Mal como una forma de auscultar la realidad, y en suma, de perseguir una verdad neblinosa. Basta acudir a la pintura de aquella hora, desde Füssli a Gustave Moreau y Anglada Camarasa, para comprobar que la mujer y lo prohibido, lo femenino como tentador y diabólico, fue una de las máscaras predilectas que adoptó el misterio. Así, la Aurelie de Vampirismo (1820) y esta Clarimonde de Gautier, La muerta enamorada (1836), son herederas, en cierto modo, de la Eva y la Salomé que reprueba la Biblia; pero también, y de manera inequívoca, son los modelos que seguirán Stevenson, Le Fanu, Féval y el propio Stoker para imaginar sus bellos monstruos nocturnos. De ahí a las diabolesas de Barbey o las mujeres adúlteras de Flaubert sólo había un paso: aquél que abandona el Ultramundo para adentrarse en los salones galantes y en la pequeña burguesía de provincias.

Sea como fuere, en La muerta enamorada hay un aspecto crucial que luego retomará el Drácula de Stoker, la ambigüedad moral originada por esta insólita criatura de ultratumba. Muerta o no, Clarimonde es sólo una mujer enamorada y leal, a pesar de sus poderes maléficos. De igual forma, el doctor Van Helsing se preguntará, tras dar muerte al vampiro, si no se ha convertido en "un loco de Dios", tan cruel y bárbaro como aquél al que ha dado caza. No ocurre así en los otros relatos mencionados; pero la cuestión subyace a todos ellos: ¿por qué la maldad se presenta bajo el disfraz de la hermosura? ¿Por qué hay que destruir una belleza extraña, una belleza insomne, carnívora, espectral, en cuyo fuego nos consumiremos para siempre? Ése y no otro es el dilema, la promesa, el drama que se nos ofrece en la horrible caricia de las vampiresas.

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