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Chispas

  • Relato del periodista y escritor Antonio J. Sánchez, en el que vincula a Cervantes, Huelva y la Atlántida como germen de ‘El Quijote’

  • El autor firmará ejemplares de su nuevo libro 'Todas las mentiras del Caso Aldaya' esta tarde en la Feria del Libro a las 19:00

Don Miguel de Cervantes, en su celda sevillana.

Don Miguel de Cervantes, en su celda sevillana. / L. Barreto

Muchas mentiras se cuentan todavía hoy al respecto, pero lo cierto es que nunca confesé cómo ni cuándo urdí aquella fábula sobre molinos de viento.

Ocurrió a la sombra de real y sevillana mazmorra, uno de esos días en que el mundo parecía vegetar bajo un cielo que ardía de desilusión. Corría el año de gracia de 1597, mes de julio, fecha en que estos huesos, que mañana polvo, dieran en aquel agujero abyecto abierto en la tierra. Por lo que sé, su terrible simetría aún sigue empedrando el horizonte de sombras y espantando las miradas de quienes tuercen el gesto en otra dirección.

Mirábame por dentro cuando, de súbito, noté los dedos helados. Abrí los ojos, algo zurumbático, creyendo ver en mi mano aquel sol que colgaba allende los barrotes intenso y resplandeciente…Pero frío. En realidad solo era una moneda, de vivo fulgor mas ciertamente antigua, pues lucía uno de esos rostros que recordaba de viejos tratados griegos que otrora atesoró mi padre una eternidad atrás antes de abandonarnos; pareciome pieza única, una rareza fuera de circulación y de mi conocimiento de recaudador, más sestercio que maravedí, pero no de plata, sino de cobre. Un cobre que refulgía como el oro.

¿Acaso otra más de las argucias pandemónicas que facturan los galeotes que se hacinan tierra adentro para ponerle ruedas al mundo?

—¿Qué opina de aquesta mi nueva adquisición, maese de Saavedra? —su voz, como era habitual, venía envuelta en aquella zalamería para endulzar mentiras y el miasma que destilaban los humeantes campos de batalla por los que gustaba lucir su traje carmesí—. ¿Acaso no merece protagonizar una de esas infamias con que de vez en cuando honra las frías noches de invierno?

A pesar de las pías maneras en que llegaba, no me dejé impresionar.

—Vive Dios que le conozco lo suficiente para saber que vuesa merced se ríe de mí desde el cariño; tiempo atrás habría picado, pero esto no es más que un vulgar vellón de más cobre que plata para embaucar a mastuerzos y ganapanes. De todos modos, como podrá comprobar, ahora estoy llamado más al recogimiento que a mi literatura, no siempre del gusto de su paladar.

—¡Ayyy, don Miguel! —lamentó con falso disimulo—. Es usted un ferviente militante de desconfianzas. ¿Acaso no ve lo que tiene en la mano? Es oricalco atlante —reveló finalmente.

—¿La Atlántida? ¡Pamplinas! —negué.

—Sí, sí, sí. Eso me soltó Platón cuando se lo susurré a la entrada de la escuela de Atenas. Luego le faltó tiempo airearlo, como buen ladrón de oídos que era —rio—. Pero de eso hace mucho. Aunque claro, puedo asegurarle, maese Saavedra, que por entonces Platón no tenía ese aspecto leonardino que Rafael le puso en su cuadro a principios de este siglo majadero. Y todo por restregárselo a Miguel Ángel, que le echó un día de su andamio de la Capilla Sixtina, enemigo íntimo de ambos.

Arrugué con extrañeza el gesto.

—¿Quiénes son toda esos?

—¡Oh! Nadie importante Gentuza. Pero sí, la Capilla Sixtina es una de esas maravillas a las que no me importaría prenderle fuego.

—Eso seguro —me temí—. ¿Y de qué color la pintó?

Mi interlocutor sonrió de nuevo y se me acercó sombrío.

—¿Cuántas monedas ha visto como esta?

—Demasiadas. La devaluación monetaria de estos tiempos es lo que tiene.

—No, como esta no —expuso convencido—. Pero descuide, llegará el día en que el cobre será más valioso que el oro.

Pamplinas —le repetí.

—Y este ya lo es mucho más —insistió haciendo caso omiso.

Resoplé.

La Atlántida es un cuento chino —repuse una vez más.

—Pues sepa que los chinos ya se hacen de oro en basurales de cobre. Yo ya he estado allí, en el futuro. Lo he visto. Son los que mejor limpian la mierda de los demás, maese Saavedra.

—Es curioso que siempre me llame por mi segundo apellido.

—No menos curioso es que adoptara ese nombre que refiere a una parte del cuerpo que ya no le sirve —rió—. Usted los tiene bien puestos, don Miguel.

Sin querer entrar en prosas del pasado, volví a escrutar la moneda y le pregunté por qué habría de creerle esta vez.

—¿Busca musas en la cárcel? Aquí se la traigo yo —dijo triunfal.

—Sí, en bandeja de cobre —resolví—. Y mi alma en prenda, claro.

Mi visitante me enseñó los dientes, agradecido. Disfrutaba de lo lindo aquellos pugilatos ocasionales a los que le había acostumbrado, lo que no impedía que sintiera el estómago encoger toda vez que contemplaba sus prominentes encías de escualo bajo el morro afilado y esos oscuros ojos abotonados, de muñeca. Sin vida.

—Vamos, no me venga con esas. Aún queda mucho para que usted también venga a avivar el fuego de la modesta fragua que regento —me avanzó.

—Ni a su eminencia le pega esa pose santurrona. Ya sabe que las alas son para los que las trabajan.

—Es usted único. Por eso sonreiré cuando le entierre.

—¿Ahora también se dedica a eso, a los difuntos? —quise saber.

—No se confunda, los duelos se hacen para los vivos. Se ríe uno mucho.

—En todos estos años le he conocido mil oficios. ¿Qué será lo siguiente?

Librero —contestó y sus ojos resplandecieron en la penumbra.

Aquello me puso los pelos de punta. Esta vez rechazarle iba a costar.

—No me creo lo del oricalco —continué en mis trece.

—¡Ahhh, escritor! Se ha restregado tanto los ojos con esas manos sucias de recaudador, que no ve más allá. También ha envejecido muy deprisa. Y olvidado. ¿Ya no recuerda las leyendas que le refería su padre don Rodrigo las noches de verano, cuando le llevó por vez primera al mar, allí donde ocultaron su tesoro los atlantes? Según sé, su casa era una mina de libros al respecto.

—Y fue en esa cantera de libros donde mi padre perdió el juicio —añadí.

—¿Está seguro? —sonrió malicioso, como si supiera algo más y yo no—; aun así, lo que yo le prometo es algo mucho más valioso que una mina entera de oricalco: su nuevo libro. ¡Sí, ese con el que sueña le quite de seguir robando para los ricos el dinero de los pobres! Una historia definitiva que le depare fama, esa que en sueños le he oído pergeñar, ¡vaya y descúbrala! Escríbala… ¡y yo la mandaré editar! Pues seamos honestos: ningún impresor va a enemistarse con la realeza por sacarle a usted un libro de molinos de viento después del dinero que les esquilma y le ocasiona estos retiros puntuales. ¿Qué me dice?

En lugar de responder, cerré los ojos y lamenté los segundos que me quedaban antes de abdicar con un suspiro. Mi visitante se alegró de inmediato. Llamó al guardia y depositó en sus manos cantidad suficiente para dar por acabada mi pernocta en aquel balneario de podredumbre. La puerta de la celda quedó abierta y, tras unas pertinentes instrucciones al oído, mi liberador me hizo guardar la moneda en el bolsillo.

—Ella le guiará, ya lo irá viendo —y con un ademán me mandó en pos de un tesoro desconocido—. No quedará usted por julay, maese de Saavedra. Lo que encontrará no tiene precio, se lo garantizo. ¡Vive Dios que es cierto!

«O el diablo», pensé junto al guardia que habría de hacerme de niñera hasta la salida, despidiéndome así del mayor impostor que ha conocido el mundo.

* * *

Lo primero al salir fue desviarme a la fuente de San Francisco, adonde me esperaban. Allí aprovecharía para saciar una sed hecha de esparto. Esa mañana el aire sevillano pesaba un quintal y un fuego de poniente confinaba las calles desde lo más alto, sellando en incandescente justicia la promesa de los días de gloria de una nueva peste por venir; luego de refrescarme, busqué junto a la fuente al pistolero que me aseguraron al oído habría de hacerme las veces de escolta en el camino. Empero, la jocosa gratitud de mi mecenas me granjeaba un rocín famélico con más hueso que crin y un acompañante bajo y rechoncho, con más trazas de gazapo robahuertas que de héroe de alquiler.

—Pansho Trinidá a su servisio, miarma —se presentó a labio descolgado.

Por supuesto, pensé: «mi-arma» y «pistolero», palabras hermanas de leche, prueba palpable de que mi recién adquirido patrón tenía un pésimo gusto para el humor. A renglón seguido, Trinidad me tendió en un pequeño trapo nuestra provisión de fondos. Conté las monedas y, poco convencido, le miré.

—¿Está todo? —pregunté severo por encima de unas gafas imaginarias.

El pobre diablo no aguantó el pulso y encogiéndose de hombros, sonriente, se sacó del bolsillo tres monedas más. Pecata minuta, no se lo llevé a mal; bajamos a la catedral atravesando una romería de cristianos y conversos, de ricos y zarrapastrosos, de niñas y guardadamas, y de pequeños mendigantes, cuando no descalzos, desnudos, mezclados todos ellos por calles ungidas de montañas de basura y refinados intestinales. No cabía de duda de que la pérfida Sevilla, puerta de entrada al Nuevo Mundo que la bañaba en oro, era la pocilga más valiosa de la Corona. Debía ser mediodía, tal y como pregonaba la barriga de Trinidad, por lo que un pantagruélico festín de huevos fritos después en las gradas de la catedral, entre almonedas que la muerte aprovisionaba, buscamos la puerta de Triana.

—Si vuesensia me permite la disha, a un tiro de piedra queda el compás de la Laguna —probó suerte, pues se las prometía también rellenándole el pavo a una fámula de saldo y esquina—. Sería menester aliviar los bajos, por ir más ligeros. ¿Qué me dice?

—No hay tiempo de andar con funcionarias, Trinidad.

En una ciudad donde muchos buscaban una segunda oportunidad a golpe de navaja, arrimarse a una zona de damiselas que valían más de noche que de día era poco aconsejable, menos en plaza flanqueada por ladrones y chulos con pieles de mosén. Con todo, para regocijo de los ojos de mi escolta, al rato nos cruzábamos con más busconas camino del crujiente puente de barcas, aunque también tuvo que sortear, por el atractivo de su magras carnes, algún que otro bujarrón de río; en el otro lado nos aguardaba el castillo de San Jorge, desde donde el Santo Oficio con sus remiendos vigilaba el crisol babilónico y maloliente que dejábamos atrás. En ese momento un grupo de morriones metálicos que salía de la fortaleza dirigía una suerte de condenados que no levantaban la mirada del suelo de madera. Pártame un rayo si ninguno de los reos que a diario cruzaban el puente rumbo al quemadero de San Diego, no hubiera preferido antes que las llamas el que esos tablones que pisaban quebrasen y a todos ellos se los llevara corriente abajo la eternidad.

Para cuando el sol sonreía luciferino en lo más alto, Trinidad preguntó por la encomienda que nos llevaría a las Playas de Castilla.

—No llevo traje de baño, mi señó, ni artes de pesca, pues para serle sinsero, todo pescao con que llené el bushe fue sisao. Soy más de cerdo que vaca como verá en mis gruesas maneras; algún potaje que caiga, salpicón la mayoría de las noches y, si cae la breva, algún sorsalito para honrar la fiesta. Así que, más fuera aparte, poco le valdré para pescar o contra piratas moros.

Aquella breve glosa me levantó una sonrisa y una idea para la posteridad.

—No te preocupes, Trinidad, que adonde vas no reciben atenciones berberiscas. Los piratas siempre prefieren el oro al cobre.

—¿Cobre, mi señor? —se extrañó—. ¡Pardiez! ¡Eso es para oropeles!

—No vamos a por vulgar cobre, sino por oricalco, el tesoro de la Atlántida.

—¿La Atlántida? Pero si eso es un cuento shino, mi señó.

—Dejemos los chinos al margen —repuse con fastidio.

En nuestro primer día de viaje fui versando a mi compañero en las leyendas que de zagal mi padre me contaba, un cirujano de cuotas al que le divertía dejarse las cejas en tales quimeras y que apodó a su vástago como «Chispas» por la predisposición de este a hacerlas saltar cuando le ayudaba a afilar su instrumental. El mismo padre que un buen día, desapareció. La noche nos aplastó revelándole que el oricalco era el segundo metal más valioso del mundo, una aleación pura y natural de oro y cobre que en la Antigüedad aprovisionó a los belicosos atlantes; hasta que una noche infernal sus dioses, por su ambición desmedida, mandaron una tempestad que hundió su isla en el mar.

—Oricalco significa cobre de montaña. Un tesoro inigualable —le prometí.

Y bajo aquel firmamento que nos ponía techo, Trinidad cayó sonriente en un sueño reparador, presa del valor de la convicción que a mí me faltaba.

* * *

Dos lunas después llegamos a los promontorios que baña la dicha atlántica. Una barrera de médano solidificado, cuyo interior prometía grutas del material con el que se fabrican los sueños, barría dos leguas de playa. Pancho Trinidad, que era presocrático de arrabales y nunca vio más agua limpia junta que la de la fuente de San Francisco, bramó de júbilo frente al gran azul que el sol enjoyaba con su reflejo. No pude reprimir una sonrisa, pues por ósmosis revivía la primera vez que mi padre me llevó al mar. Y después de rememorar aquellos años mozos enmarañados por la edad, y de unos cuantos revolcones de espuma, sentí la moneda de cobre zumbar inquieta en mi bolsillo y pedí a Trinidad que me acompañara a un descenso tierra adentro.

Penetramos galerías que orquestaban un intrigante juego de luces y sombras. Manantiales de lodo corrían en derredor; más adentro, el vacío engullía la claridad que filtraba la roca, dejando entrever, espejado, lo que anticipaba el fondo. Fue entonces cuando una primera antorcha en la pared dibujó en la penumbra una titánica escalera encharcada y esculpida en lo que presumí oricalco; y unos metros más abajo, dentro de una bolsa de aire, aguardaba fastuosa una ciudad de cobre y oro que se perdía en resplandeciente fuga.

—Ahí tienes tu Dorado, Pancho. Todo tuyo.

Dicho y hecho; mas cuando Trinidad comenzó a llenar las alforjas con tesoros por allí desparramados, una voz vino a sorprendernos por la espalda.

—¡Quietos! —bramó enfurecida la voz—. ¡Ladrones!

Ante mí, un vejestorio, cuya palidez extrema daba fe de una muerte en vida en el interior de aquella tumba dorada, alzó una espada con la que pretendía defender el tesoro. Sin embargo, el peso del acero se lo llevó hacia atrás. A punto de caer y partirse en dos, el corazón me empujó a dar asilo en mis brazos a aquel ser desprovisto de lucidez y que en seguida logré identificar. Bajo aquella cota de malla dorada de soldado atlante no me fui difícil, a pesar de que tan solo levantaba seis años la última vez que le vi. Pero nunca olvidé su rostro.

—Padre —balbucí igual que un niño pequeño.

Cuán cierto era que aquello, tal y como me adelantó el diablo, valía más que la toda opulencia que nos rodeaba.

—¿Miguel? —preguntó—. ¡Válgame el cielo! ¡Eres tú! ¿Qué haces aquí?

—¿Y usted, padre? —pregunté excitado—. ¿Qué le pasó?

El viejo esbozó una sonrisa y extendiendo el brazo hacia la mina, dijo:

—Esto es lo que me pasó. Al final la encontré, Miguel. Todos pensaban que estaba loco, pero no. Y ahora cuido de ella —suspiró—. Es la maldición del oricalco de los atlantes: nadie abandona este lugar hasta que reponga todo lo que se llevó. Y yo saqué mucho, Miguel —confesó—. Lo suficiente para saber que nunca más volveré a ver el sol.

—¿Y por qué lo hizo, Padre? ¿Tan importante era como para condenarse?

El viejo don Rodrigo sonrió lastimero y me acarició el rostro, como si de pronto pudiera disculparse con aquel niño apodado Chispas que dejó atrás.

—Tú has hecho la pregunta, y tú eres la respuesta, Miguel —contestó—. Al menos parte de ella, pues el oficio de sangrador no da para mantener una bulliciosa prole de seis hijos.

Mi padre me explicó brevemente cómo había ido acumulando deudas para mantener su casa hasta el día en que lo encarcelaron. Y fue entre rejas donde un intempestivo visitante que me resultaba tristemente familiar le reveló el paradero de aquel lugar maldito con el que había envenenado sus sueños durante años.

—Ahora vago por estas galerías, preso de la locura y la avaricia, al menos hasta que devuelva lo que saqué de aquí para salvaros, que lo dudo. Fueron tantas trampas las que enmendé, y a tanta gente… cualquiera sabe hasta dónde habrá llegado el oricalco sobre el que puse las manos. No, querido Miguel, no será fácil. Y esa es la única posibilidad, a menos que… llegue otro vigilante para relevarme —y dicho esto, un halo de tristeza empañó su mirada—. ¿Acaso eres tú quien viene a ello, Miguel?

Sentí el mundo entero venírseme a los pies y no tuve fuerzas de levantar la cabeza, gacho. Hubiera deseado librar a mi propio padre de su cautiverio y de aquella longevidad antinatural que nunca le procuraría descanso. Era el precio que había tenido que pagar. Por todos; pero si en días atrás la ambición sin palabras habíame embarcado en aquella aventura, ahora el silencio de mi cobardía le negaba a él toda esperanza.

Sin embargo, viéndome embargado en aquel litigio de conciencias, al anciano don Rodrigo salió a mi rescate.

—¡Oh! No hay nada de qué reprocharse, hijo mío —hizo por consolarme—. La decisión entonces fue solo mía. Y me equivoqué. Pero por vosotros, lo volvería hacer una y otra vez. Ni la sabiduría de mil vidas lo hubiera evitado. Así que al menos, espero, sirva de ejemplo. Eso sí —y se mostró expeditivo en ese momento—: no saldréis de aquí hasta que devolváis lo que lleváis.

El viejo señaló a mi acompañante con cómico reproche y me volví hacia Pacho colgándome de una ceja. Trinidad se encogió de hombros y, sonrisa en ristre, volvió a dejar en el suelo lo que se le había quedado pegado a los dedos.

—Y ahora tú, Miguel —me indicó, asintiendo pese a mi extrañeza inicial—. Sí, hijo mío, es lo que traes contigo, esa moneda que te ha guiado hasta mí.

¿Cómo era posible que él lo supiera? Resignado, la saqué del bolsillo y una vez más volví a enfrentar su magnetismo diabólico.

—No puedo, padre —confesé cegado por su fulgor—. Es la única prueba de que el tesoro existe, que no estabas equivocado. No puedo devolverla. ¡No!

—Puedes y lo harás —me advirtió—. O también será tu perdición.

—¡Padre! —forcejeé conmigo mismo, frenético, loco—. ¡No puedo!

Y entonces su mano se posó con suavidad en mi hombro, acompañada del chantaje del recuerdo de los mejores años de mi infancia.

—Chispas… —susurró.

Una paz como nunca antes sentí me acarició el pecho, deshaciendo aquel fugaz hechizo de locura. Y cayendo en el regazo de mi padre, le lloré sin consuelo como el niño que fui.

—Siempre estaré contigo, Miguel, pues nos vamos para quedarnos dentro de quienes amamos —y me besó el rostro—. Ahora, ¡márchate, hijo mío!

Arrojé con furia la moneda al abismo dorado y regresamos raudos a la escalinata de oricalco. Desde lo más alto contemplé borroso a través de las lágrimas a mi padre con la mano alzada, despidiendo al hijo por el que había dado en prenda su salvación. Nunca pude olvidarle cuando desapareció y ahora tampoco hay una sola noche que no me susurre al oído en el duermevela.

Aquella fue la última vez que vi a don Rodrigo de Cervantes. Desde entonces solo vive en mis sueños.

* * *

No fue hasta ocho años después cuando me lo volví a encontrar.

Ahora regentaba una fastuosa librería de Madrid cerca de la puerta de Guadalajara junto al centelleante horno de un herrero, como no podía ser de otra manera. Y por supuesto se hacía llamar de otra manera.

—¡Hela aquí! —bramó de alegría al verme cargando con el vasto manuscrito en varias carpetas—. La obra que revolucionará la literatura. ¡Déjeme ver!

Moví leve el labio, congratulado, mientras me arrebataba el escrito.

—Así que Fernando de Robles —le referí el letrero de la entrada.

—Convendrá conmigo, amigo mío, que Mefistófeles es un nombre muy arcaico para estos tiempos tan modernos —rió abriendo la carpeta y luego musitó por encima la primera hoja—: «EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA»... Me gusta cómo suena. ¡Me encanta! ¡Les encantará a todos! Así que vaya pensando en una segunda parte… antes de que se le adelanten.

Sus ojos brillaron al decírmelo. A pesar de ser el mayor impostor del mundo, nunca se equivocaba. El tiempo acabaría por darle la razón.

—Encontró la musa que buscaba, ¿verdad? —preguntó luciferino.

—Sí, pero no voy a darle las gracias; en todo caso tendrá que dármelas usted a mí por ir a devolver la moneda en su lugar. Usted nunca habría pasado la prueba que yo sí.

Y descubierta la trampa de su mejor truco, el diablo sonrió complacido.

—¡Redios! Ya sabe que soy demasiado ambicioso para conformarme con una sola moneda. Pero también un poco cobarde para comprobarlo. Jamás habría salido de allí dentro. ¡Hay que huir de los molinos de viento, don Miguel! —y diciendo esto me empujó a la puerta—. Ahora vaya con Dios que del resto me encargo yo, despreocúpese. ¡Voy a hacerle famoso, maese de Saavedra!

—Llámeme don Miguel —le puntualicé—. Y de Cervantes.

—Así sea —sentenció realizando una cómica genuflexión.

Fuera esperaba mi fiel escudero que habría de seguirme hasta el final de un ciclo lleno de aventuras y prodigios.

—¿Todo Bien? —preguntó Trinidad al llegar a su altura.

—Eso parece —y le sonreí—. ¡Ladran, Pancho, señal que cabalgamos!

Y pasando junto al herrero, su avispero de chispas me levantó una sonrisa llena de recuerdos al tiempo que un nudo a la garganta. Y sin embargo, solo entonces supe alegrarme por el bueno de don Rodrigo, al que el infierno ya no se atrevería a buscarle nunca jamás.

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© Antonio J. Sánchez, 2018

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