Huelva

La soledad siempre tiene huecos libres, por Ramón Llanes

  • Obra del autor onubense ganadora del Concurso de Relatos Escritos por Personas Mayores 2019 de La Caixa

Ramón Llanes interviene en la entrega del premio en Zaragoza.

Ramón Llanes interviene en la entrega del premio en Zaragoza. / Huelva Información (Huelva)

Reproducción íntegra de la obra del escritor onubense Ramón Llanes ganadora del Concurso de Relatos Escritos por Personas Mayores 2019 de La Caixa

La soledad siempre tiene huecos libres

Sucedió como suceden las cosas que carecen de importancia: un día nacer, al otro día vivir y morir al cabo de un rato más con un poco de memoria, pensamientos en desuso, algunos deseos sin acabar y acaso sin saber presumir de haber vivido, exactamente como suceden las cosas que carecen de importancia.

Tuvimos la osadía de cumplir años, a destajo, apasionadamente, como si con ello pudiéramos alcanzar los horizontes o los sueños, pendientes de la luminosidad del sendero y de la exuberancia del amor; nadie nos avisó del peligro de llegar tan alto y todos nos imitaron en este impulsivo desliz donde nos parieron sorpresas amables, derrotas, culpas, entremeses y variantes que no habían sido llamadas ni vienen al caso.

En una reunión de taberna, una mañana limpia de abril se nos ocurrió entretenernos en parar el tiempo. Acordamos inutilizar todos los relojes que tuviéramos, como primera tarea para vencerlo; algunos aludieron que parando los relojes no se paraba el tiempo, que los relojes solo son medidores de tiempo. Queríamos demostrarnos la capacidad de rebeldía que nos quedaba. Ir a contracorriente -como nunca-, deshacer los métodos, aniquilar los sistemas y ofrecer un panorama más romántico, hecho de forma artesanal, a nuestro modo, con toda la versatilidad de nosotros mismos como seres inconformes.

Era una ficción alegórica, el tiempo debía dejar de tener referencia en nuestro sentido de vida, éramos nosotros quienes debíamos convencernos de la necesidad de una independencia de la temporalidad, no podía dominarnos el tiempo, ya habíamos cursado éxito en mil envites, solo nos quedaba el último peldaño. Todos lo hicimos, todos rompimos los relojes que nos marcaban las pautas, rompimos el reloj de la torre, el de la estación, el reloj del casino, los relojes digitales de los ordenadores fueron rotos de manera precisa por uno de nuestros nietos, el reloj del microondas, el de la mesilla de noche, rompimos todos los relojes que encontramos.

Al día siguiente no era día siguiente, no había transcurrido tiempo alguno pero volvimos a vernos en el mismo lugar desprovistos de horario, llevábamos la misma ropa, el mismo bastón, idéntica gorra y una condición inequívoca de auténtica complicidad reflejada en la sonrisa burlona de siete octogenarios que, con la pretensión de hacer desaparecer el tiempo, cumplían el deber de la travesura, como medio para llegar a ningún sitio, con la única excusa de la diversión.

El tiempo se nos paró, dejamos de envejecer, perdimos nociones de la edad y seguimos jugando la partida sin tener conciencia exacta de las consecuencias; nunca más volvimos a mirar el reloj y jamás nos acordamos de la memoria, habíamos conseguido una libertad diseñada, libre de cánones, imposiciones, mítines y medicamentos. Aquello que un día llamamos tiempo se alió con nosotros y ahora forma parte de nuestra utilidad. Alguien antes nos estaba engañando.

Ya no existe el tiempo en nuestras vidas, suponemos que han pasado mil años y continuamos mirándonos con la parsimonia de la calma, somos la antítesis de la edad, jugamos a divertirnos, usamos el mismo bastón y cenamos todas las noches. Los otros -la familia-, se marcharon –creemos- y nos dejaron con esta armonía de falta de tiempo en una etérea nebulosa del sueño.

Somos los mismos, siete ancianos casi sin nombre, nos reímos y gozamos, pero nunca tenemos prisa para disfrutar, cantar o enfurecernos, se nos acabaron las citas, perdimos los trenes, nos olvidamos de dormir; nos dejaron solos, sin abrazos, sin halagos, sin vejez. No fue buena idea, tendremos que inventar algo para dejar de ser esclavos del destiempo.

Por Ramón Llanes.

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