Los galeones perdidos en Huelva, la costa de los naufragios
Patrimonio en el fondo del mar
Decenas de embarcaciones pertenecientes a la Flota de Indias y cargadas de metales preciosos acabaron hundidos en el litoral onubense entre los siglos XVI y XVIII

Ninguna tempestad es capaz de desatar tanto mal como la ambición de los hombres. Aquella vez, la una y la otra fueron terribles. Habían dejado atrás el Cabo de Santa María cuando estalló. Les sorprendió no solo por su fuerza, que empujaba las olas con inusitada rabia contra el galeón, sino por la extraña sensación de que no iba a terminar nunca. Temiendo por sus vidas, el capitán ordenó virar y buscar refugio en la barra de San Miguel, en “El Portil de Huelva”. No era fácil manejar el barco en medio de los azotes del viento y la marea, y nada pudieron hacer para evitar las rocas, que agujerearon el casco sin piedad. Ante la perspectiva de acabar como comida para peces, no hubo más opción que llegar a una zona segura cuanto antes, así que arrojaron por la borda toda la artillería con la idea de aligerar peso. No sirvió de mucho. El San Medel y Celedón no podía con lo que se le estaba viniendo encima, de modo que lo fue tirar el tesoro al mar: decenas de cajas de oro y plata en polvo que con tanto empeño habían protegido durante meses de camino y que en ese momento no eran más que lastre. Finalmente, embarrancaron cerca la orilla y quedaron a salvo. O eso creían, porque pronto llegaron los saqueadores. No se trataba de piratas. Ni siquiera parecían gentes de mal, pero nada es más poderoso que el brillo de un metal precioso, y los vecinos de las villas cercanas, enterados de lo que ocurría, acudieron enseguida para llevarse todo lo que pudieron, tanto del mar como de la orilla, incluidos los pertrechos y joyas de los muertos (que eran una veintena) y de los vivos, a los que llegaron a arrastrar con gran violencia y sin ninguna piedad hasta el monte para quitarles cuanto llevaban encima. La pesadilla no acabó para el capitán del navío, Juanes de Lubelza, que posteriormente fue detenido a instancias de la Casa de Contratación, que tuvo que aguardar en un calabozo el resultado del juicio tras verse acusado por los propietarios de la carga. No era el primero que terminaba siendo acusado tras un naufragio en el que, como en aquel, desaparecía prácticamente todo.

En su caso, juraría el capitán y terminaría dictaminando el juez, el hundimiento fue completamente accidental. La desconfianza era algo habitual: no habían sido pocos los que habían provocado su propio naufragio para quedarse con todo o parte del tesoro que guardaban sus bodegas. La picardía patria. El del San Medel y Celedón (que aparece en el Archivo de Indias como San Medel y San Celedón o San Miguel de Ocledón) fue uno de los primeros naufragios documentados de las embarcaciones de Indias en la costa de Huelva, aunque ni mucho menos sería el último.
Transcurrían los primeros días de 1544 y las flotillas de navíos que después constituirían la Carrera de Indias funcionaban ya a pleno rendimiento. Una inmensa autopista transoceánica que unía el Pacífico, el Atlántico y el mar Mediterráneo y que conectaba España con sus territorios de ultramar a través de los puertos de Sevilla y Cádiz. Se calcula que unos 11.000 barcos hicieron la ruta en el periodo de mayor flujo de mercancías, entre 1540 y 1650. En su tramo atlántico, partían desde Veracruz, como el San Medel, cargados de alimentos, especias y otros recursos naturales de América. También, por supuesto, el oro y la plata. La ruta hasta España, que acababa en Sevilla, era una peligrosa aventura en la que el naufragio era una más de las varias formas posibles de acabar muerto, en el caso de los marineros, o hundido, si eras un galeón. Los temporales, las tormentas y el oleaje, las colisiones contra rocas o bancos de arena y, claro está, los piratas eran los sospechosos habituales, y había un lugar en concreto en el que se podía juntar todo. Una zona que convenía evitar, y de hecho se hacía, si se quería volver a pisar tierra firme. Un paso casi prohibido: la costa de Huelva.
A pesar de que la propia Flota de Indias se alimentaba en gran parte por marineros onubenses de Palos, Moguer, Ayamonte o la propia Huelva, ninguna de sus rutas contemplaba parada alguna en sus puertos. A la ida, explica la historiadora Concepción Hernández Díaz, cuando se partía de Sanlúcar (bajando el Guadalquivir desde Sevilla) o de Cádiz, los galeones se desviaban al sudoeste para aprovechar cuanto antes los vientos alisios. A la vuelta, después de pasar por el Cabo de San Vicente y Lagos, la ruta discurría por el Algarve portugués para meterse océano adentro, evitar Huelva a toda costa -nunca mejor dicho- y sobre todo no pasar cerca de Arenas Gordas, una orilla inhóspita, despoblada y rodeada de ocultos y amenazantes bancos de arena que, para colmo de males, fue refugio habitual de piratas, que se guarecían allí esperando a sus víctimas. Sin embargo, los avatares de la mar son como son, y a menudo un clima adverso obligaba a algún navío a desviarse hasta el litoral onubense. Eso es lo que le pasó al San Medel y Celedón. La nao, probablemente tomada a los holandeses por los españoles del norte y reconvertida en galeón, no era un gran barco, así que nada pudo hacer esta vez contra el mal tiempo, que lo llevó “a la costa de San Miguel de Huelba”, donde acabó sus días.
Desde entonces y hasta mediados del siglo XVIII hay documentados más de treinta naufragios (algunos de ellos, de varios barcos) en el litoral de la provincia. Según las investigaciones de Hernández Díaz, en los del siglo XVI se perdieron unos 16 navíos, seis en Arenas Gordas, tres en la costa del Algarve, el del San Medel y Celedón en El Portil, otro en las afuera de Sanlúcar, dos en Palos y otros en el Picacho, en el Brazo de la Torre y Ayamonte. En el siglo XVII fueron once barcos, seis ocurrieron en las costas portuguesas cercanas a Ayamonte, dos en Arenas Gordas, uno en Carboneros, otro “a 50 leguas de Cádiz” y el último, en la barra de Huelva. En el siglo XVIII, poco antes de la caída en desgracia de la Flota de Indias, se perdieron otros cinco navíos: dos en Ayamonte, uno en la Torre del Asperillo, uno en la ribera de Huelva y el que “naufraga en la costa oeste de Sanlúcar”, sin más detalles. Y podrían ser muchos más si se incluyeran naves más pequeñas y embarcaciones militares o extranjeras. Decenas de naos y galeones cargados de tesoros de América y que siguen en el fondo del mar, aquí al lado. La leyenda dice que en el golfo de Cádiz “hay más oro que en el Banco de España”, una frase del Catedrático de Arqueología, Epigrafía y Numismática de la Universidad de Zaragoza, Manuel Martín Bueno, que alienta la idea de que toda la zona es un gigantesco cementerio de galeones.
Fueron numerosos los barcos cargados de tesoros que se perdieron en Huelva, explica el arqueólogo submarino onubense Claudio Lozano. Pero eso no es todo: “La mayoría de los que no fueron rescatados en su tiempo”, asegura, “se encuentran enterrados o semienterrados en arena o fango, están bien conservados y sus cargas a menudo se hallan intactas”. Localizarlos es “fácil con la tecnología actual”, pero otra cosa muy distinta es determinar qué hacer con ellos una vez descubiertos. En el año 2001, España suscribió un convenio con la Unesco por el que se compromete a no extraer ningún resto del fondo marino salvo que exista un claro peligro de destrucción o expolio. Así, la Ley de Patrimonio Andaluz prioriza que los pecios hallados se dejen in situ, hasta que se pueda garantizar su extracción científica y su conservación y musealización. No es fácil, desde luego, y no hay mejor botón de muestra que las monedas de la famosa fragata Nuestra Señora de las Mercedes. El tesoro, que fue recuperado por el Gobierno español tras una intensa batalla legal contra la empresa norteamericana Odyssey, sigue en su mayor parte sin restaurar y las monedas aún se conservan, como pueden, guardadas en cubos de plástico en el Museo Nacional de Arqueología Subacuática (ARQUA) de Cartagena. Si resulta casi imposible para la administración gestionar varias toneladas de metales preciosos, es fácil imaginar qué podría hacerse con un centenar de pecios. O con uno solo.

El pecio de Matagrana
En el año 2008, un fuerte temporal hizo retroceder el paisaje dunar de la playa de Matagrana en El Portil dejando al descubierto los restos de una embarcación de madera, a todas luces antigua, grande y robusta. Ante el peligro de que terminara perdiéndose por las mareas, el oleaje y el pillaje, Cultura organizó una actuación arqueológica de urgencia en la zona, acometida por los técnicos del Centro de Arqueología Subacuática de Cádiz. Tras la una investigación inicial se determinó que podría tratarse de un barco del siglo XVI, lo que abrió la puerta a la idea de estar ante los restos del único galeón (o nao-galeón) que se sabe con certeza que naufragó en El Portil: el San Medel y Celedón. Sin embargo, tras la realización de unas pruebas con Carbono 14 en Sevilla, se determinó una cronología de entre finales del siglo XVII y mediados del XVIII.
Era la primera excavación de un pecio en tierra que se hacía en Andalucía, así que la gran pregunta vino después: ¿Qué se podía hacer para proteger y conservar los restos? Se plantearon dos opciones: la primera, mantenerlo en las mismas condiciones de temperatura y humedad que lo habían preservado hasta entonces. La segunda, extraerlo y llevarlo a algún museo para ser expuesto tras su estabilización. Finalmente la decisión fue enterrar el pecio de nuevo. En el aparcamiento de un chiringuito. Ya, sí. Puede que no parezca el lugar más oportuno para guardar un pecio, pero era una zona cercana a la del hallazgo, lejos del alcance del mar, sin edificaciones a su alrededor y con unas condiciones ambientales similares.
En 2017, otro hallazgo en El Portil (unos restos de madera que sobresalían de la arena en una zona intermareal) movilizó de nuevo a técnicos de Cultura, que finalmente declaró la playa como Zona Arqueológica para protegerla, entre otras cosas, de posibles expolios. Nadie ha confirmado ni descartado, de momento, que esos restos sean del pecio de Matagrana o, por el contrario, que se trate de otro naufragio, como por ejemplo el del San Medel y Celedón.

Matagrana, dice Lozano, “evidencia una costa llena de naufragios, como ya se sabía, y una provincia marítima con una antigua cultura vinculada a la navegación, que bien podría ser el escenario del desarrollo de la Arqueología Subacuática como sucede en otros países con mucho menor patrimonio cultural marítimo”. El descubrimiento de los pecios bajo el agua no sería una tarea difícil, pero otra cosa muy distinta sería su posterior gestión. Desde luego, en el caso de Huelva “se podría apostar más por el Patrimonio Cultural Marítimo y Subacuático”, cree el arqueólogo onubense. “Si Huelva estuviera en el Camino de Santiago, tendría sentido que quisiésemos ser un referente para conocer en el Románico”, pero no es así. Lo que no conviene olvidar es que “además de ser cuna de América, por delante de nuestras costas transcurrió toda la Carrera de Indias y anteriormente, los formidables contactos culturales mediante la navegación con el próximo oriente”. Esos naufragios, vinculados a la larga y rica historia de Huelva “están aquí, en nuestra costa” y constituyen un tesoro que hay que conocer y cuidar.
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