La Semana Santa lega a su día de luz, de caridad, de amor, de sublime entrega, para rondar las tinieblas de un Viernes que presagia oscuridad, muerte y silencio.El Jueves Santo es una llama refulgente en el caleidoscopio del tiempo. Todo se hace más intimo el sentir, que en un milagro de transustanciación, se hizo eterno en una cena, horas antes de la traición, bajo las antorchas en un huerto, donde los olivos fueron testigos del primer paso para un desenlace cruento en el Calvario.

Cuando se cierren los Sagrarios, la hora tercia llegue, la sentencia injusta y cobarde dará paso a un luto que pondrá negrura en las conciencias.

Pero hoy es día de luz. De una claridad que el pueblo denominó con más brillo que el sol. Hoy, vivimos, por la gracia de Dios, el Día grande de la Semana Mayor en sus desfiles procesionales. Un Jueves Santo que ya en la infancia comenzamos a valorar en las enseñanzas de nuestros padres y en la contemplación de largas filas de nazarenos penitentes junto a sus imágenes más queridas en devoción familiar.

Un Jueves en que los altares de los templos se llenaban de luces y de flores y las visitas de los files a ellos son como un sacro recorrido de fe popular y tradicional.

Y en ese clima sencillo de las tradiciones, vestíamos nuestras mejores galas, para adorar al Señor. Las mujeres con la clásica mantilla española, hermoseaban su figura en una alegría que daba un protagonismo sincero y bello, en su caminar por los templos en oraciones ante la majestuosidad de unos altares que pregonaban la grandeza de un Dios en la Eucaristía.

En esa vivencia nostálgica de quienes hemos vividos muchos años, este Jueves Santo de ahora, se aleja mucho de aquella realidad. Pero sólo en la forma que la distancia del tiempo obliga. El fondo sigue inmutable. Es el mismo de ayer. La Eucaristía lo llena todo en un milagro que es símbolo de eternidad.

Los que nacimos al comenzar la década de los treinta, del pasado siglo, guardamos en la mente aquellos impresionantes Jueves de altares destruidos, templos quemados, imágenes calcinadas, a los siguieron otros llenos de esperanzas, de lucha, de trabajos de renacer de Hermandades y Cofradías que iban dando nuevo carácter a estas celebraciones religiosas. Una Huelva renacía para continuar con sus tradiciones populares, con sus noches en las calles contemplando las figuras de una Pasión que se convertían en una catequesis, donde el Ripalda se nos hacia presente en nuestra profesión de fe. Hoy, el Jueves Santo, nos llena de entusiasmo en una ciudad, abierta en flor sobre el haz marino, donde el Amor se ofrece en pan y en vino se torna su azulada claridad. Todo será real en nuestros corazones. Pero en el caminar de la vida, todo pasará. Lo único que permanecerá para siempre serán aquellas palabras , donde Jesus ofreciéndose en cuerpo y alma, nos aseguró la mayor alegría, al afirmar que estaría con nosotros hasta la consumación de los siglos.

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