Huelva

Los burgueses de Calais

  • Oda al monumento a la Virgen del Rocío en la Plaza del Punto.

En 1346, las tropas de Eduardo III de Inglaterra sitian la ciudad de Calais, puerto y puerta de Francia. Tras la lucha y la hambruna, condiciones para la libertad. Seis notables franceses, con sogas y togas, se presentan ante el monarca y le ofrecen las llaves de la ciudad. La muerte está anunciada. Un alto precio para que el pueblo pueda vivir. Probidad.

Este homérico episodio de la llamada Guerra de los Cien Años fue escenificado en 1886 por Auguste Rodin, un artista que libera a la escultura de parte de las poses rígidas y convencionales del academicismo para envolver con emoción, sentimiento y movilidad la verdad subjetiva de lo que el ojo ve, lejos de las apariencias y los estereotipos reproductivos. El simbolismo y el impresionismo al alcance de la materia. Sin llegar a reestructurar la forma plástica, la fuerza interior y la apariencia de lo inacabado le alejan de la perfección del parecido. Suma la perfección de la infinitud de Miguel Ángel con la luminosidad de los pintores impresionistas dándonos un juego sublime de asociaciones bruscas e imprevistas de la masa escultórica en movimiento.

En sus Burgueses, Rodin crea un grupo monumental y escultórico circular, incitando al espectador a participar del cortejo. Al renunciar al pedestal, los notables se integran con el observador, con el ciudadano, pidiéndole ayuda, fuerza para evitar la muerte que les espera. Los seis la buscan de manera distinta, con roles distintos. Eustache Saint-Pierre, el más notable y rico de la ciudad, el primer voluntario, encabeza el séquito. Jean d'Aire, Andrieu d'Anders, Jean de Fiennes, Pierre y Jacques de Wissant… persiguen su sombra condenada. Dramatismo, heroicidad, recogimiento. Vida interior. La libertad del pueblo a costa de sus vidas. Nada a cambio. La obra de Rodin atrapa por participativa, no por descriptiva, concluyente o imitativa. No reproduce, deja entrever. Diría que es interactiva. El arte al servicio de la evolución. Del hombre. El arte esencia de la vida. Credibilidad.

En el último cuarto del siglo XIII, Alfonso X el Sabio levanta en las Rocinas una ermita dedicada a Santa María. Tiempo después, en 1649, ante una epidemia, los naturales de Almonte trasladan procesionalmente a su Virgen desde su santuario hasta la villa. El mal cesa. Poco después, en honor a Ella, se instituye anualmente la manifestación religiosa. Rocinas es ya Rocío. Esta devoción, este encuentro, acierta en Andalucía un camino, una fe, una festividad. Desde Almonte se proyectan cientos de hermandades. Con sus Simpecados, todos en su búsqueda. Desde Almonte, el Rocío se hace universal. Un acto que congrega la devoción con la emoción. Todos quieren abrazarla. Llevarla. Una revelación con un paisaje, con su paisaje; con unos paisanos, sus paisanos. Una escena única. No trasladable.

Esta natural y humana tendencia al amor divino concretado en Rocío, halla materialidad en cerámicas, bronces, esmaltes, estampación, cobres, maderas… Reproducción fiel de su imagen. Protección al fiel. En Huelva, hace unos días, se ha erigido, en homenaje, un monumento no a la Virgen del Rocío, a la manera de otras localidades próximas, donde Ella, sola, se enfrenta al espectador. En Huelva, Ella guía el hermoso pasaje de su procesión por las calles arenosas de la aldea. Almonte y su romería se hacen escena en Huelva.

Como conjunto monumental, el grupo escultórico es de una notable habilidad, incluso belleza, plástica que nos reproduce una escena, una foto, conocida, amada, venerada. Se integra con gracia en el entorno y desencadena, además, una respuesta positiva, abierta y espontánea de un espectador que antes que curioso es devoto, antes que amante artístico es un petitorio de indulgencias. Ahora bien, la obra, a mi juicio, forma dos bloques desequilibrados por fuerzas contrarias, tanto estéticas como plásticas. La Virgen, vestimentas y andas están moldeadas bajo una línea descriptiva, reproductiva y afiligranada que poco, o nada, aportan, ya que no es más que la imitación como vaciado a la imagen del Rocío que todos atesoramos en la memoria o en el corazón. El autor ha dado todo en ella, y su credibilidad asciende en la medida que miramos la escultura como una imagen de culto, no como una escultura. El resto de la obra, donde el escultor da rienda suelta a su libertad interpretativa, afinado a una mayor ligereza en el modelado, se somete en exceso a un compromiso de fidelidad con el dador, el considerado donante, y en ningún momento con la efectividad de una escena que, en sí, está llena de movimiento, de esfuerzo, de sudor, de atmósfera, de recogimiento, de pasión, de privacidad, de suspiro. De fe. Todo un catálogo de incontinencia gestual y emocional, de luz, color y ritmo, que en ningún momento se aprecia en el conjunto, frío y curtido, más presto a la limpieza de la imagen del retratado que al atrevimiento por portar a la Virgen por las arenas de su marisma. Al no recoger esos motivos sensoriales, la escena pierde credibilidad por el entretenimiento en la identificación de los romeros y por la capitalización fervorosa a la Virgen.

El monumento es un acierto de la entidad organizadora y de un Ayuntamiento que sabe, perfectamente, lo que el pueblo desea. Ahora bien, ¿qué idioma queremos hablar, qué vestido queremos portar, qué pensamiento queremos transmitir en pleno siglo XXI? El futuro se hace con el aporte del pasado, pero el pasado sin condimento no hace futuro. Argan, maestro de la teoría artística, reflexionaba sobre la 'misión histórica' del escultor de finales del XIX: "dar a la ciudad moderna monumentos modernos. Pero no existen monumentos modernos pues la ciudad moderna no es monumental". El problema es que Huelva es una ciudad que crece en los primeros años del siglo XXI con la inclinación no de recuperar sino de inventar aquello que no tuvo en el siglo XIX… ni en el XX. Anacronía. No con muchos monumentos monumentalizamos la ciudad.

Rocío aguarda a Cinta. Y no sé por qué te olvidamos… allí chiquita en la columna. Y Cinta, advocación, es una bellísima abstracción. Como la fe, que no se toca. Se siente. Y el sentimiento emociona. Y es atemporal.

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