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Recientemente los medios de comunicación se hacían eco de las numerosas críticas recibidas por la esposa de un famoso actor norteamericano, aquejado de un tipo de demencia incapacitante y de rápida progresión, que había decidido trasladarlo a una vivienda dentro de la misma propiedad y cercana al hogar familiar para que fuera atendido por profesionales. La lluvia de críticas fue tal que ella se vio obligada a justificar la decisión explicando que el cuidado de su esposo requería un ambiente tranquilo y sosegado, incompatible con el día a día de la convivencia con los dos hijos pequeños de la pareja. Se quejaba de que las críticas hacia ella procedían de quienes no han tenido la experiencia de cuidar a una persona con esta condición. El caso me ha suscitado una reflexión sobre cómo la responsabilidad del cuidado sigue recayendo sobre las mujeres, aún hoy y en una sociedad supuestamente avanzada como la norteamericana y la nuestra propia, y cómo se culpabiliza a aquellas mujeres que por cualquier circunstancia no responden a la expectativa de cuidarellas mismas, y con frecuencia solas, de las personas de su familia que necesitan atención.
El 21 de septiembre se conmemora anualmente el Dia Mundial del Alzheimer, que está considerada la principal causa de demencia y que requiere una elevada intensidad de cuidados. Se estima que afecta a más de 57 millones de personas en el mundo, según la OMS, y que esta cifra podría triplicarse hasta los 153 millones en el año 2050. La frecuencia es desigual por sexo, en Europa más del doble de los casos de Alzheimer son mujeres. En España se calcula que unas 900.000 personas viven con demencia; una de cada diez personas mayores de 65 años y más de un tercio de las mayores de 85 la padecen. El crecimiento de esta condición, relacionado con el progresivo envejecimiento poblacional, hace que se considere la demencia como una epidemia que supone un enorme reto para los sistemas sanitarios y sociales. Sin embargo, a pesar de algunos avances recientes, nuestro país dedica menos del 1% de su PIB a cuidados de larga duración. Según datos de la Fundación Pasqual Maragall, más del 80% del cuidado de pacientes de Alzheimer recae en la familia, la dedicación media a los cuidados en el entorno familiar asciende a 70 horas semanales y más del 90% de las personas cuidadoras ven afectada su salud física, mental y/o social. Más del 76% de estas personas son mujeres. Cristina Maragall, presidenta de la Fundación que lleva el nombre de su padre, exalcalde de Barcelona diagnosticado hace 18 años de esta enfermedad, afirmaba en una entrevista reciente que “a la administración pública le ha ido muy bien que las mujeres se hicieran cargo de los enfermos de Alzhéimer”.
Esta desigualdad en la responsabilidad de cuidar se explica en parte por la presión social ejercida sobre las mujeres para que sigan asumiendo los cuidados de las personas dependientes, como lo han hecho históricamente. La socialización de mujeres y hombres, chicas y chicos, en las normas y estereotipos de género tradicionales, cuyas raíces se hunden en el sistema patriarcal, condiciona que consideremos el rol de cuidadora como algo naturalizado para las mujeres, consustancial a la propia identidad como mujeres, madres, hijas o esposas: no prestamos cuidados, somos cuidadoras. Así, subvertir este rol es penalizado tanto socialmente como incluso por las mismas mujeres que nos sentimos culpables cuando no cuidamos de aquella manera que se nos exige: lo tenemos que hacer siempre nosotras, todo, bien y sin ayuda.
Para los hombres en cambio la norma social es diferente, cuando ellos son los que cuidan (cada vez es más elevado el porcentaje de hombres mayores que lo hacen), lo asumen de una forma que podríamos llamar altruista, se considera un rol prestado, que realizan cuando no tienen más alternativa. La sociedad entiende que los hombres cuidadores han “tenido que aprender” a hacerlo asumiendo una responsabilidad que no les es propia, y son premiados socialmente cuando ejercen este papel. Uno de los hombres entrevistados en un proyecto en el que participé como investigadora, cuidador principal de su esposa dependiente, lo expresaba muy bien de esta manera: “a mí me tratan como si fuera un héroe, y es que yo estoy íntegramente dedicado a mi mujer”.
Carol Gilligan, madre de la llamada ética del cuidado, desarrolló su teoría en el libro In a Different Voice (Con una voz diferente), como una crítica a la teoría de la ética de la justicia. Según esta feminista, filósofa y psicóloga estadounidense, el desarrollo moral de las mujeres se caracteriza por priorizar el cuidado y los vínculos interpersonales, de forma diferente a la ética masculina que se centra en la imparcialidad y los principios abstractos. Esta diferencia, argumenta Gilligan, lejos de ser una debilidad constituye una fortaleza. Si bien la ética del cuidado, en un contexto patriarcal, puede ser entendida como una moral propia del género femenino, Gilligan propugna que en un contexto democrático debería de ser una ética humana universal. Haciendo uso de sus propias palabras: “La ética del cuidado no es una ética femenina, sino feminista, y el feminismo guiado por una ética del cuidado podría considerarse el movimiento de liberación más radical —en el sentido de que llega a la raíz— de la historia de la humanidad”.
Para finalizar lanzo una pregunta que suelo utilizar para detectar si estamos ante una situación que implica una desigualdad de género, y que aplicada al caso con el que iniciaba este texto podría formularse así: ¿Qué hubiera pasado si Bruce Willis hubiera sido el cuidador de su esposa con demencia? Respondan ustedes.
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