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once días de mayo1939

A dónde iré yo que no vaya mi perdición a buscar. La frase de Miguel Hernández fue solamente el preludio de la frenética escapada del poeta tras el final de la Guerra Civil y la búsqueda de una libertad imposible pues su nombre ya había sido inscrito en la misma lista que Federico García Lorca por los vencedores fascistas que convirtieron España en un inmenso presidio y en un patíbulo.

El destino trajo al poeta a un lugar dónde jamás pensó que comenzara su agonía. Antes, el 9 de marzo de 1939 marchó a Orihuela a ver a Josefina, la misma mujer que le enamoró, la madre de sus dos hijos Manuel Ramón y Manuel Miguel, de la que decía que tenía "unos ojos profundos y pensativos, guapos, en medio de dos cejas como dos puñaladas de carbón fino". Allí buscó el auxilio de su antiguo guía, el canónigo don Luis Almarcha, pero éste ya estaba en otras cosas, las mismas que le encumbraron a los obispados franquistas que se repartieron tras la victoria. Fue su primer desengaño. Miguel sintió ese portazo que le alejaba de Josefina, de Manolillo. Se volvió a Madrid con 200 pesetas que le entregó su familia y su hermano Vicente, además de un salvoconducto de la Comandancia Militar de Orihuela y otro sellado por el Centro de Reclutamiento, Instrucción y Movilización número 10 de Alcoy que le facilitó su cuñado Ismael, hijo del padre de Josefina, guardia civil. De la capital viajó hasta Sevilla con una carta de recomendación entregada por el poeta falangista Eduardo Llosent para que le sirviera de recomendación ante Joaquín Romero Murube. Era el 24 de abril de 1939. Mala fecha para cobrarse favores pues en la capital andaluza paraba Francisco Franco y nadie quería problemas y relaciones peligrosas.

La brújula maldita que parecía conducir los pasos del poeta, el viento cambiado que le guiaba, le llevó hasta Cádiz buscando a otro amigo de tertulias, Pedro Pérez. Otro eslabón perdido. No estaba. Otra puerta que se cerraba. Miguel miró entonces a Huelva y dirigió sus pasos hasta Valverde del Camino. Allí tenía otro amigo, el abogado Diego Romero. Ya, sin salvoconducto, amaneció en el pueblo que viera la batalla del Empalme y contemplara la misa de campaña en la plaza del Ayuntamiento perplejo y sabiendo que todo había terminado. Llegaban los años de plomo. Pero Romero tampoco se encontraba en su casa. Tanta mala suerte no era posible. Parecía cumplirse el vaticinio de su perdición.

El poeta combativo, el soldado enrolado en el V Regimiento, el marido, el padre herido en el alma por la muerte de su primer hijo, el amigo traicionado bien por el destino bien por la mala casualidad se dio cuenta de que estaba solo.

Hoy el amor es muerte y el hombre acecha al hombre.

Miguel pasó aquella noche de finales de abril de 1939 en una posada de arrieros valverdeña donde conoció en silencio a gentes que oían más que hablaban. El tiempo justo para que un cabrero, un hombre de campo aprendiera que el estrecho camino de la libertad buscada le llevaba hacia la frontera portuguesa.

Al amanecer un camión le llevó hasta Aroche. Se quedó a cuatro kilómetros de las casas para que nadie relacionara al cosario con un extraño. "Llegué en camión hasta cuatro kilómetros de Aroche. Atardecía. En el pueblo merendé y me compré unas alpargatas esparteñas. Sobre las nueve de la noche, solo y sin conocer el terreno, crucé la frontera". Eso contó Miguel Hernández en su primer interrogatorio tras su detención.

Nueve horas tardó en atravesar La Raya a la altura de Aroche. Mala tierra para ocultarse en 1939. Frontera que en el ideario tradicionalista aparecía como una Covadonga desde donde iniciar la reconquista del país. Punta de flecha de los carlistas y punta de lanza del requeté del sur de España que anidaba muy bien pertrechado en la vecina Higuera de la Sierra de Fal Conde.

Tras nueve horas de andanzas divisó un pequeño pueblecito luso. Miguel caminó por el sendero de los cafeteros, gentes del estraperlo que se movían por la frontera sorteando y sobornando a los agentes de la Policía de Fronteras del general Salazar y a los malpagados agentes españoles faltos de pan y hogaza y escasos de zapatos para moverse. Entró en Santo Aleixo de la Restauraçao el 30 de abril de 1939.

El pueblo había sido destruido hasta en tres ocasiones por los españoles durante las guerras de la Restauración con Portugal. Sin embargo, conservaba, y conserva aún hoy, un cariño especial con los españoles. Dicen que son las cosas de la Virgen de Fátima.

Miguel bajó por una calle que hoy sigue siendo Rúa del Camino de Arouche, con casitas bajas tapadas con tejas portuguesas, decorada con una fuente grande, con arroyo. Un gran nogal centenario ofrece sombra al viajero, al paseante cansado que desafía el sol de mayo. Allí reposaban los caminantes, los huidos y refrescaban su esperanza, sus ilusiones. Las nueces, en abril, en mayo, todavía están verdes, amargas, pero dejan entrever lo que serán tras los calores tórridos que se avecinan en el momento que se despida San Juan. El poeta bien pudo beber en esa fuente, con lavadero y todo, a la que hoy se asoma una hermosa vivienda con un bonito nombre: Quinta do Paraíso. Escoltada por tres laureles inmensos a los que la brujería antigua atribuye poderes malignos si alguien se atreve a cortarlos o arrancarlos.

Fue quizás la primera sensación de engañosa libertad que vivió el mocetón de Orihuela desde que decidiera separarse de sus dos amores en el Alicante de su alma.

Allí encontró Miguel el primer calor humano. Un muchacho, al que hoy salen familiares en cada esquina, en cada recuerdo de años pasados, se lo llevó a su casa para darle alimento bajo la música de su madre que murmuraba en portugués palabras de pena: "cuitadihno, cuitadinho" (desgraciadito).

Pero la carrera de Miguel no podía detenerse. Su objetivo de hombre libre al que aspiraba gracias a los alientos de Vicente Aleixandre y Pablo Neruda estaban muy lejos de allí, en Lisboa. Allí le esperaba la esperanza. De nombre, Gabriela Mistral, embajadora de Chile en tierra de Pessoa. Santiago, el destino de su colega de Galaroza Luis Pérez Infante.

Con esa mirada, Miguel Hernández reinició el camino. Solo. Ya sin dinero pero con fuerzas enfiló hacia Moura. Pueblo grande e importante en el que vio la ocasión de buscar dinero, el capital que necesitaba para seguir en movimiento hacia el Atlántico.

Vicente Aleixandre le había regalado a su amigo oriolano un hermoso reloj de oro como obsequio de bodas. Un desposorio que se celebró el nueve de marzo de 1937 y por lo civil. Porque Miguel no era amigo de la liturgia, enemistad que le valió la traición de don Luis Almarcha, bendecido hasta por el Papa con un obispado.

El poeta, ya en su presidio final, acabó casándose por la iglesia, para ayudar a su mujer. De nada le valió aquel gesto para su redención penitenciaria y murió sin saber si le sirvió a su familia.

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