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El paisaje cultural de la contemporaneidad supone una avalancha de información, de imágenes, de contenidos de todo tipo, de una pluralidad de innovaciones. Son tiempos paradójicos, en los que por una parte hay una fragmentación y diferenciación de formas de vida y de expresiones de la cultura, pero, por otro, todos los rincones del globo siguen unos mismos patrones. En el caso de nuestros pueblos, una cosa es evidente: las formas de vida específicamente rurales y locales han sido en su mayor parte sustituidas por otras foráneas y urbanas. Pero, en estos tiempos de pérdida de lo propio e implantación desbocada de lo ajeno, hay territorios donde la vida local y sus formas de expresión encaran el futuro desde las raíces.
Huelva, la tierra de Juan Ramón y su fondo de aire, es uno de esos sitios. Y no solo por el Rocío, una de las manifestaciones culturales más bellas y singulares de España. En esta provincia se conservan y revitalizan, en el propio contexto del ritmo anual de las cosas, y no como forma de exhibición o comercio, canciones, toques, instrumentos, bailes, trajes y rituales festivos autóctonos con una vitalidad asombrosa.
El fandango se mantiene y se canta, se crea y se recrea, fuera de los circuitos comerciales y más allá de sus formas aflamencadas. La flauta y el tamboril tienen cada vez más intérpretes, profesionales y aficionados. Lo mismo podemos decir de las danzas rituales y sus toques específicos, con la solidez y fortaleza que siempre tuvieron. Los trajes locales que visten las mujeres de la Sierra y el Andévalo son específicos de estos pueblos y no se trata en absoluto de vestimentas alcanforadas, de curiosidades y poco más. El traje de flamenca, extendido ahora por toda Andalucía, no ha acabado con ellos.
Todas estos elementos, cantos, bailes, toques y trajes confluyen finamente ensamblados de forma precisa y sólida en unos rituales festivos de primavera que son una auténtica joya y un milagro de la cultura popular. Bien nos lo hizo ver hace décadas el maestro Antonio Mandly y lo dejó nítidamente fijado Alberto del Campo en su magnífico libro sobre Berrocal. En efecto, las fiestas de las cruces, con el romero como centro esplendente y profundo del ritual, conforman un universo mitopoetico inigualable.
Cada primavera, estos pueblos nos ofrecen de manera sensualmente dramatizada una lección insuperable de captación y lectura colectiva de las pulsiones de la naturaleza, del rebosar de la vida y la fertilidad. En una sola pieza, engastan el conocimiento y la vivencia del renacer y pervivencia de los campos y del mundo social. Desde las demostraciones de dominio de lo salvaje y de paroxismo, de explosión báquica, en Berrocal, hasta la delicadeza y el lirismo de Almonaster y sus aldeas, toda una gama de colores y sentimientos se despliega para disfrute del alma colectiva propia y de la de los de afuera.
Ese vigor, esa alegría, esa muestra de la sensitividad inigualable del catolicismo popular y esa voluntad se seguir siendo emerge como un manantial de luz que nos colma y vivifica en tiempos de arrasamiento de lo rural, de lo pequeño y hermoso. Irán a más los macroconciertos y los grandes eventos multitudinarios y globales de la sobremodernidad, y nos bombardearán con su propaganda y sus imágenes avasalladoras. Sin embargo, en los que lo hemos conocido, siempre prevalecerá sobre todo eso el gozo de saber que cada mes de mayo perviven fiestas como la de la aldea de Las Veredas, exaltando el romero como planta totémica con sus coplas y fandangos que susurran a los amores, los campos, las cruces y la vida. Es el esplendor sin alharacas de un cortejo de muchachas que con su toque de pandereta, sencillo y magistral, y sus jóvenes y alegres voces nos recuerdan que no hay que confundir la intensidad con el exceso, la modernidad con la novelería, ni la sensualidad con la sofisticación y el embeleco. Frente a todo y para el mundo, Huelva resiste.
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