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Horacio Galea / Pardo

La tarde del Jueves Santo

24 de marzo 2016 - 01:00

EN la primavera recién estrenada, acicalada por la roja timidez de los geranios, Huelva se viste de Jueves Santo. Decidida invitación a meditar en la Pasión de Cristo, ofrecimiento y vocación de servicio con el lavatorio de los pies y un beso de amor, cuando precisamente, el sagrario aún permanece vacío en la celebración de la misa de la Cena del Señor; después escucharemos: "Haced esto en memoria mía".

Retomado de la tradición como si fuera una antigua salmodia, algunos ciudadanos optan por el oscuro de su vestimenta. Mientras tanto, el negro calado de la fina mantilla se sustenta por el nácar de una peineta, que acaricia el delicado cabello de la mujer huelvana.

Lo vespertino adquiere tintes centenarios en una Buena Muerte.

Junto a la esquina conventual de nuestra querida plaza, comienza a fluir un silente procesionar de hermanos ceñidos de correa agustiniana. Es la devota y penitencial actitud junto a un Cristo que, cabizbajo acepta su óbito custodiado por cuatro cirios sobre unas andas de caoba. La muerte del Enviado redime a la humanidad, mientras tanto, su Madre en la Consolación de sus Dolores, eleva su mirada llena de lágrimas hacia un firmamento de dolor.

En la tarde de Huelva, se abren algunos canceles bañados por la fe y el incienso. Reconociendo el singular sentido cronológico de la Pasión, aparece Jesús hincado de rodillas sustentado por las volutas doradas de un excelso bajel, bajo el verdor de un árbol significativo de paz; el olivo. Cristo busca una paz que no llegará; tratará de eludir humanamente el cáliz ofrecido por el ángel confortador, que no tendrá más remedio que beber. La obediencia al Padre en la consumación de su sacrificio, se ve enturbiada por el sueño de unos apóstoles que rodeados de claveles, están tan dormidos como nuestras actitudes cristianas en el vivir de cada día. La falta de oración se rinde ante el sueño.

Culto y apostolado, penitencia y misericordia. La segunda encíclica de nuestro querido Juan Pablo II promulgada en noviembre de 1980, se hace mística leyenda sobre las puntadas del escudo de una hermandad: "Dives in Misericordia". Rico en Misericordia es Cristo Jesús.

Hay tímidos murmullos; la gente se agolpa ante la verja junto al templo de La Milagrosa. Intuyendo la presencia del ruán, el cadencioso toque del muñidor va abriendo senderos penitentes que, escriben sus pasos descalzos sobre el pavimento de la calle Rábida. A la vez, el humilde clavel exorna un Gólgota itinerante que se purifica con el incienso. Nada más cruzar la verja de acceso a la calle, una saeta quejumbrosa y dolorida en su estilo por seguiriya, busca devotamente el cuerpo de un crucificado que está prendido por tres clavos; es el Cristo de la Misericordia en su silencio del Jueves Santo.

En la antigua Vega Larga y por la Merced, el vaivén de las espigadas palmeras se adornan de tonos violáceos, y a su vez, se envuelven por los clásicos burdeos mercedarios. Lo vespertino se eleva como un ostensorio sacramental, y la tarde, preñada de penitencia Servita se ata por unas Cadenas y calza con sandalias para acompañar al Señor del Buen Viaje.

Buen Viaje seguido de dolor y aflicción, bajo un palio antiguo y rojizo que cubre Los Dolores de una Mujer. Siete Dolores asidos a un Corazón por mil y un llantos, Siete Dolores itinerantes al son de bambalinas que golpean los varales, Siete Dolores sobre cuellos costaleros la tarde del Jueves Santo.

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