Alto y claro
José Antonio Carrizosa
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No tenemos por costumbre pedir que todos los fontaneros bajen su tarifa o que dejen de cobrarnos por su trabajo, como consecuencia de que uno de ellos haya reparado mal la tubería de nuestro lavabo y nos hayamos visto obligados a cortar el agua. Como mucho, le pedimos al profesional en cuestión que vuelva a nuestra casa y repare el desaguisado. Sin embargo, y aunque la mayor parte de la gente no sabe a ciencia cierta lo que cobra un político, cunde por doquier la petición de que la clase política se baje el sueldo o incluso que deje de cobrar. A veces, hasta se entiende un poco, viendo lo que se ve en los escaños, pero la emoción y la desafección no deberían nunca impedir un análisis sesudo de las cosas. El debate sobre el sueldo de los políticos es tan antiguo como el gobierno representativo y recorre nuestra historia, al menos, desde los albores del siglo XIX: o sea, desde que las instituciones políticas liberales sustituyeron al poder absoluto y se requirió que un grupo de personas asumiera la representación de sus conciudadanos. Tras la decisión de si pagar o no a los políticos y de cómo fijar sus emolumentos, siempre se han escondido cuestiones sociales e ideológicas sutiles, pero de no poco peso. Por un lado, se dirime si la capacidad de alguien de representar a su electorado debe ser un 'derecho' accesible a cualquier persona o una 'función' desarrollada solo por unos pocos. Por otro, se decide si lo que se quiere es una clase política formada por aficionados a la res publica, que ven en ella un complemento a su poder y notabilidad o por profesionales debidamente adiestrados en el conocimiento de la administración y sus normas. El problema no es el sueldo, sino quien lo recibe y, de no haberlo, nos exponemos a que solo puedan dedicarse a la política gente rica y rentista que no necesite pagar la hipoteca nuestra de cada día. Esto lo saben algunos profesionales reconocidos y prestigiosos que, por dedicarse a la cosa pública, han visto reducirse drásticamente sus ingresos mensuales. La realidad es que los sistemas liberales no fueron verdaderamente democráticos hasta que la capacidad de elegir y ser elegido estuvo abierta a cualquier persona, sin restricción, por ejemplo, de sexo o condición social y económica. Y no es menos cierto que todas las energías que hoy se desperdician en cuestionar el sueldo de los políticos deberían dirigirse a reclamar, en el seno de cada partido, una mejor y más eficiente selección de nuestra clase política, no por su dinero, sino por su preparación, su experiencia y sus valores. El trabajo bien hecho debe siempre exigirse, pero también recompensarse. Y ahora, dicho esto, avisemos a otro fontanero. La tubería sigue perdiendo agua
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