Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Merece la pena?
HACE años tuve una alumna que sólo con mirarla enrojecía. Cada vez que ocurría, los jocosos comentarios de los compañeros hacían intensificar el color de sus mejillas. Se ruborizaba cuando se equivocaba, cuando algo podía hacerlo mejor o no le salía como esperaba. Parecía que lo pasaba tan mal que llegó a resultarme incómodo dirigirme a ella. No tenía yo idea entonces de cómo, años después, iba yo a echar de menos aquel sonrojo.
Aunque la causa científica dicen que se debe a la hiperactividad del sistema nervioso simpático, ese rubor en las mejillas no deja de ser un síntoma de sensibilidad. Una reacción física ante una metedura de pata o un gesto de atrevimiento. Un aviso de la consciencia. Una respuesta espontánea y física ante la vergüenza. Pero en un mundo de complacencias y del "todo vale", ¿quién y ante qué se va a sentir vergüenza? Cuando las únicas exigencias que se hacen se dirigen a los demás o cuando siempre son los otros los responsables, el sonrojo nunca es una respuesta. Y precisamente ahora, cuando más motivos se presentan a diario para ruborizarse.
Es para sonrojarse el que Andalucía presuma que lo primero es la educación, pero no atiende a los mínimos requisitos para que ésta alcance sus objetivos. Ningún rubor se ha apreciado en su consejera cuando no dispone que los centros satisfagan sus mínimas necesidades materiales y de recursos humanos (maestros de apoyo, monitores, especialistas…). Ni se sonrojan los responsables de Salud ante las largas esperas de los asegurados para ser diagnosticados por un especialista. ¿Se habrá ruborizado en Huelva algún miembro del anterior equipo municipal o del actual al pasar por el espacio ocupado por el antiguo mercado y en el que ellos mismos prometieron la construcción de una Plaza Mayor?
No, no busquemos lo que ya no existe. La gente (alumnos, políticos o deportistas) ha dejado de sonrojarse. El rubor ha desaparecido porque nada de lo que se dice o hace, por erróneo que sea o por las consecuencias que tenga, da vergüenza. Echo de menos a aquella niña porque añoro las situaciones en las que, con o sin palabras, alguien entona el mea culpa. Urge encontrar personas capaces de sonrojarse. Son demasiadas las que perjudican a otros porque "confundieron las fechas", las que firman órdenes sin "conocer su contenido", las que mienten a sabiendas o las que consideran normal lo que otros ven como delito. Porque donde no hay muestras de rubor, tampoco hay señales de corazón.
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