La otra orilla

Víctor
Rodríguez

Sáhara Occidental

23 de noviembre 2025 - 03:07

Hubo un tiempo, no tan lejano como parece, en el que la causa saharaui era un relevante objeto político en España. Se hacían películas, como “Los baúles del retorno”, dirigida por María Miró, o actos de protesta con gran repercusión mediática, como la huelga de hambre de Aminatou Haidar en el aeropuerto de Lanzarote, que aglutinó las simpatías y adhesiones de no pocas figuras conocidas del mundo de la cultura. Hasta se realizaron ediciones de un festival de cine denominado Fisahara en los campos de refugiados de Dajla, esa zona argelina donde malviven los refugiados saharauis expulsados de su tierra. Hoy existe una premeditada línea para acallar cualquier debate sobre la realidad de los saharauis. Se vive como algo oculto, como un “no molestes”, con un “eso no toca”, como un secreto familiar que todos tratan de tapar.

Se cumplen cincuenta años de la Marcha verde, más bien de la marcha negra, que condenó el futuro del pueblo saharaui, encajonado entre la desidia española, el intervencionismo norteamericano y el sándwich del conflicto entre Marruecos y Argelia, que también era un apéndice de la guerra fría. El Plan Baker está muerto y enterrado, nunca la frase: “no decidir es decidir” tuvo tanto sentido. Que el referéndum de participación sobre la autodeterminación nunca se iba a celebrar, era una verdad conocida por todos, sólo el paripé que ha dado a Marruecos el tiempo suficiente para consolidar su plan de ocupación.

Palestina y el Sáhara siempre los he sentido como dos caras de la misma cruz, conflictos latentes, sufrientes e imposibles de que lleguen a una solución justa para sus gentes. El primero ha tenido un apoyo descomunal en España, el segundo, pasa sin pena ni gloria, a pesar de que España es invitada de tercera en Oriente medio y actor protagonista en eso que llamaron la provincia cincuenta y tres. Curiosamente, las banderas palestinas y saharauis son idénticas, pero la intención saharaui no la veremos en balcones ni en camisetas, ni a derecha ni a izquierda. La única esperanza, y no exenta de trabas diplomáticas, son las familias que cada verano acogen a los niños del programa “vacaciones en paz”. Si pretenden que olvidemos, yo no.

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