
Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Sin cortafuegos ni cabezas de turco
Siempre, desde pequeñito, he sido muy curioso. No curioso de los de alicatarte un cuarto de baño, que a estas alturas de mi vida todavía no he conseguido que me salga un taladro en línea recta, sino de los de anda siempre buscando formas aprender un poco más sobre cualquier cosa que me llame la atención. Hoy en día, con esto de Internet y la IA, lo de ser curioso se está poniendo muy fácil. Lo chungo era antes, cuando te tenías que apañar preguntando a los mayores, buscando en la Larousse de casa o yéndote a la Casa de la Cultura, si la cosa se ponía peliaguda. Cuando me dio por Tartessos, por ejemplo. No sé si les he contado alguna vez que yo vengo de allí, del Tartessos, y que tengo la teoría de que todos los tartesianos tenemos, en mayor o menor medida, la misma especie de tara con respecto a la mítica civilización que nos dio nombre. No hablaré por todos, claro, pero conozco más de un caso que validaría esta idea ante cualquier tribunal.
El caso es que un día me entró la curiosidad por saber de dónde venía el extraño nombre de mi cole, así que acudí a mis fuentes habituales, y aunque los resultados obtenidos podríamos considerarlos hoy como mediocres, a mí me bastaron para dejarme fascinado del todo. El oro, Gerión y Argantonio, la tecnología, la desaparición súbita… me impactaron tanto que empecé a hacerme mis cómics y a inventarme historias de aventuras con los tartesios de protagonistas utilizando unos airgamboys que tuneaba para la ocasión.
Luego llegó Madonna y ya me puse a otras cosas, pero el interés por Tarteso se me quedó de por vida, es verdad que sostenido siempre sobre la sensación amarga de que en Huelva teníamos mucha teoría que leer y poca cosa para ver. Apostaría a que, como yo, somos muchos los onubenses que hemos crecido con la herida emocional de sabernos herederos de un pasado brillante del que no podíamos presumir, y a que, como yo, somos muchos los que hemos visto cumplido, por fin, el sueño de ver Tarteso con nuestros propios ojos, y hacerlo, además, como se merece. La exposición La Joya. Vida y eternidad en Tarteso es de lo mejor que nos ha pasado en los últimos años no solo por lo bien hecha que está –si no la han visto ya, no sé a qué están esperando–, sino también por lo que representa como símbolo de una reconciliación. O, mejor dicho, de varias: la de los políticos con su responsabilidad, la de Huelva con un legado que casi hacemos desaparecer y la de todos nosotros con nuestro pasado y, sobre todo, con un futuro en el que nuestros hijos puedan, por fin, conocer, apreciar y sentirse orgullosos de la magnífica y larga historia de la tierra en la que nacieron.
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