De entre las críticas contra el ingreso mínimo vital, lo de llamarlo la paguita es la que más ha logrado extenderse, pero no es en sí la más peligrosa. No lo es porque aunque hiere ese desprecio hacia la realidad de las personas más vulnerables, también retrata con primor a los detractores. Hay quien se mueve con desenvoltura, con maestría de generaciones, en ese mundo estrecho de limosnas, de Plácidos de Berlanga, de campañas del banco de alimentos. Que los pobres ya no vayan a necesitar de su caridad y sea el propio Estado el que tienda la mano, debe dar un poco de vértigo.

Más resbaladizos son otros ataques que llevan puesta la máscara de la decencia. Por ejemplo, la insistencia en que esta prestación alimenta la desidia. "Un PER a lo bestia", se ha llegado a decir, como si los perceptores de ese subsidio hubieran sido delincuentes. O la advertencia de que estas coberturas sociales servirán para erigir redes clientelares mastodónticas, al estilo de lo que se hace en Venezuela (¡!). Y para evitar "el uso propagandístico y caciquil" (sic) de la medida, se exige como requisito de su puesta en práctica un riguroso código de transparencia, alejado de toda opacidad y ocultación.

No debe extrañar esa llamada a la ética. A las personas empobrecidas, a las familias a las que ni el sueldo que entra en casa les sirve para ahuyentar la incertidumbre, a los que hacen cola en comedores, se les exige siempre una conducta intachable. Se desconfía incluso de que destinen el dinero a gastos "no básicos". Está bien exigir que el sistema sea equitativo y transparente. Por lo menos tan tranparente como los datos fiscales de las grandes fortunas y multinacionales, hacia quienes la sospecha previa de fraude o evasión sería considerada un insulto. Pero a los pobres sí se les puede tratar con desconfianza, con indignidad.

Cómo nos sale por las costuras la aporofobia, cómo nos resulta difícil desprendernos de un paternalismo moral de siglos. Y eso que esta medida, aunque será una herramienta útil para hacer frente a la exclusión, no se parece ni de lejos a otros ingresos sociales más transformadores, como la renta básica universal. Significa, eso sí, un primer paso, un atreverse a desmontar las raíces estructurales de la pobreza. Significa una luz para muchos, y también nos alegra a muchos que nunca la necesitaremos. Por eso todos estamos bien pagados, hasta los que la miran con desprecio. Es lo que tiene la democracia.

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