Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Hace unos días fui a cambiar las ruedas de mi coche a un taller de confianza, que está justo en una curva, al borde de una carretera nacional. Como otras veces realicé unas cuantas maniobras para entrar, que por conocidas y simples no me supusieron ninguna dificultad. Mientras estuve allí esperando llegaron tres vecinos del pueblo, probablemente jubilados y ociosos, que iban a echar el rato.
Una vez el mecánico acabó y me dispuse a sacar el coche, se dio una situación que, tengo que confesarlo, hace unos años me hubiera frustrado y ofendido a partes iguales. Pero con la edad he ido entendiendo que los procesos evolutivos son mucho más lentos y desacompasados de lo que una quisiera, y terminé tomándolo con tranquilidad y cierta guasa.
Comencé a salir del taller con precaución, consciente de las maniobras necesarias y de que accedía marcha atrás a plena carretera nacional. En ese momento sonó el teléfono y contesté con el manos libres, porque, como tantas otras personas, soy capaz de hablar y conducir a la vez. Pero enseguida tuve que pedirle a mi interlocutora que esperase unos segundos. Los tres hombres allí presentes se habían puesto a darme instrucciones a voz en grito, y al estar las ventanillas subidas querían asegurarse de que les estaba escuchando… a los tres a la vez. Uno de ellos iba dando vueltas alrededor de mi coche mientras movía las manos y elevaba el tono de sus avisos. Fue una situación entre cómica y estresante, porque yo prefería fiarme de lo que veía a través de los espejos retrovisores y el señor que orbitaba a mi alrededor me lo impedía.
Cuando salí de allí volví a hablar entre risas con quien esperaba al otro lado de la línea: “Nada, que me han visto mujer y les ha nacido la necesidad instintiva de darme indicaciones…” Mi interlocutora solo dijo resignadamente: “¡Ah, ya!”. Y nos reímos juntas. No hicieron falta más explicaciones.
Claro que parto de la buena intención de estos vecinos, aunque justo antes habían salido dos coches conducidos por hombres, con la misma precaución y cuidado que yo, y nadie se inmutó. Pero cómo iban a saber ellos de mis capacidades y aptitudes, cómo iban a sospechar que, gritando y revoloteando alrededor de un coche, lo que hacían era obstaculizar la maniobra. Y de piedra se habrían quedado si alguien les hubiera soltado la palabra “micromachismo”. Qué iban a saber, si yo en ese momento era, simplemente, una mujer en apuros.
También te puede interesar
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
La nueva España flemática
El mundo de ayer
Rafael Castaño
El grano
Quizás
Mikel Lejarza
23:59:59
Lo último