Juanma G. Anes
Tú, yo, Caín y Abel
El zurriago
No sé si alguna vez han tenido una cinta de andar. O una bicicleta estática, que para el caso es lo mismo, o la cosilla esa rara con pedales que se vendía antes mucho. Si han tenido esa desgracia, sabrán por experiencia que la única misión en la vida de estos aparatejos es molestar. Viven plegados detrás las puertas, abiertos en medio de una terraza, tapados con mantas en los balcones o marcando territorio en los trasteros. Además, poseen algún tipo de virtud camaleónica que les permite ocultarse a la vista de las personas que viven con ellos, de forma que pueden permanecer durante años en una casa sin que nadie caiga en la cuenta de que, en realidad, están siendo invadidos por un trasto inútil.
Yo mismo tuve durante años una cinta de andar viviendo conmigo. Solo fui consciente de su existencia un día que tuve que moverla para pasar la fregona, ya saben. Noté su peso, su colosal tamaño, su inutilidad manifiesta, y entonces, como en una revelación mesiánica, me di cuenta de todo y no lo dudé ni por un segundo. Tenía que desprenderme de ella, deshacerme de aquella maldición, así que opté por lo que hacen todos: venderla en el Wallapop, porque Wallapop, deben saberlo, está lleno de cintas de andar y bicis estáticas, incluso de cosas con pedales. Es una especie de vertedero de maldiciones que la gente va quitándose de encima a costa de pasárselas a otros, como con la muñequita esa de las pelis de miedo, Annabelle.
Como, por ejemplo, pasa en Huelva con el patrimonio, porque, reconozcámoslo, llevamos décadas, siglos, eludiendo la responsabilidad que tenemos de protegerlo y desvelarlo. Lo hemos escondido bajo capas de cemento, le hemos puesto encima edificios enormes como coliseos, incluso lo hemos destruido deliberadamente, y en más de una ocasión hemos hecho como si no existiera, observándolo de reojo mientras mirábamos para otro lado. Dejando que sea el siguiente el que venga a comerse el marrón. Que sean otros los que apechuguen con el dudoso problema de ser herederos de una historia milenaria.
Así, haciéndonos los tontos, llevamos (y disculpen si uso la primera persona del plural, pero es que esto es cosa de todos) unos cuantos años, y aunque es verdad, ya se lo decía hace unas semanas, que en algunas cosas estamos mejorando -tampoco se vengan arriba-, sigue habiendo un sitio al que nadie quiere mirar a pesar de que posiblemente esconde los mayores secretos de nuestra historia: la ría de Huelva, un tesoro arqueológico y patrimonial que llevamos demasiado tiempo esquivando como a una cinta de andar en medio del salón. Como si fuera una maldición. Ya va siendo hora de mirarla de frente o, mejor dicho, de mirarla a fondo. Ahora que todo el mundo se sube al carro, puede que sea el momento de que el Puerto asuma de una vez el reto que lleva evitando desde que, hace más de un siglo, se descubrieran (accidentalmente, por supuesto) los famosos bronces de la ría, y se atreva a buscar todo lo que aún se oculta bajo unas aguas que han navegado, a lo largo de miles de años, las más importantes civilizaciones de la historia.
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