¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
La nueva España flemática
Cada vez vamos quedando menos donnadies, y esto una pena y un incordio, además de un fallo estratégico (que se lo digan al divino Ulises, que venció al cíclope haciéndose llamar Nadie). Con la expansión de las redes sociales, demasiada gente necesita ser alguien y, para serlo, requiere de todo mi respaldo. Esto es cansado. No son, dejan de existir, se evanecen si yo no los miro. Comprendo su angustia por el riesgo de que deje de mirarlas y admirarlas, de conocerlos y reconocerlos: es una cuestión de supervivencia, les va la identidad y la autoestima en ello. No solo quieren que los atienda, sino influirme. Se trata de idiotes –dicho sea no en lenguaje no binario, sino en griego clásico–, es decir, de un particular hablando idioteces, también en sentido etimológico. Hacen de esto su negocio y de sí mismos una marca. Son un clickbait con patas. Nada de esto, curiosamente, nos espanta. Cuando nos demandan a saco mirada, se desdibuja o borra lo que merece visibilidad y memoria. Había un orden (agenda setting) para atender al genocidio en Gaza y la kiss cam de Coldplay, y ha reventado.
El problema gordo viene un poquito más abajo: muchas personas del común por mímesis infieren que, para ser, es necesario estar y parecer. Selfis, post, stories, reels, likes…: todo por y para el ojo estresado que nos ha de validar, mencionar, etiquetar. La propia dinámica de la red nos conmina a ello: cuantas más publicaciones y más llamativas, más visualizaciones, esto es, menos dejaremos de existir. Todo ello pasa por un falseamiento de la realidad para autorrepresentarnos no como somos, sino más guapos, irónicos, culturetas, exitosas, profundas, esbeltos… Así Narciso comba el espejo, cuando no su propia cara con ácido hialurónico. Después llegan las alertas: soledad, depresión, ansiedad, baja autoestima, cirugías estéticas en personas muy jóvenes. Y lo que casi es peor: la “terapia Instagram”, vídeos en esta y otras redes poco informados, que dan tics-placebo.
La buena noticia es que el remedio está a mano: dentro de cada cual y privado del ojo ajeno. Nada hay que degrade y humille más al ser humano –Zambrano dixit– que ser movido desde fuera de sí mismo. Benditos quienes aspiran a ser conocidos en su casa, a la hora de comer.
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