silla de palco

Antonio Mancheño /

18 de julio

18 de julio 2011 - 01:00

LA primera en nacer fue mi hermana y entonces, pum, la guerra. La niña, Alicia, no anduvo trasteando en el País de las Maravillas. Eran los días aciagos del año 36. Después vino aquel parte del cuartel general -1 de abril 1939- y de repente, en brazos de mi madre surgió la brisa de la paz. Y ya puestos, llegaron tres más, Juan Luis, Jorge y Miguel Ángel.

Toda nuestra niñez transcurrió en la calle 18 de Julio, antes Señas y luego Berdigón. Su traza era espaciosa, adoquinada y vecindona. Partía del Tupi, con una inmensa barra y grandes veladores de mármol y se extendía hasta El Punto, donde esperaba el drago y la cancela de la Casa Colón. Ahí acababa la british onubense.

Por ella transitaban las piaras de cabras, y el cabrero, ordeñaba las ubres ante la clientela y las vendía por latas. Los traperos compraban ropa vieja y los afilaores, cargando en bicicleta la piedra de amolar, hacían sonar su flauta. De los barrios huertanos surgían las moñas de jazmín, a perra gorda. Cansino y ruidoso chirriaban, el carro de la nieve y el de las gaseosas. Los jaramperos con sus cestos de mimbres pregonaban sardinas y caballas y hasta los paragüeros, en invierno, y los pedaleantes heladeros, en verano, voceaban el chambri entre la bulliciosa chiquillería.

Los militares ocupaban la zona de reclutas donde se sorteaban los quintos -la mili obligatoria- suprimida por el Gobierno de Aznar, y abundaban zampuzos y tabernas, el Tenedor, el Zepelín, las Ocho y Media con su reloj pintado en la pared y sus medias limetas con vinos del Condado, y el Pozo, con su pozo y su olor a serrín. Cada día tenía su runrún entre los personajes populares y así, nos escondíamos para oír al Maino, alicatao hasta las trancas, o al Tirantiti, mentándole al Litri. Para enseñarnos, estaba el San Ramón, colegio en que aprendí "las cuatro letras". El patio de recreo, daba a la calleja San Cristóbal, lindero con el taller de León Ortega y Pedro Gómez, y para recrearnos en los juegos de infancia, estaban la villarda, las bolas, chicharito la jaba (sic) la tangana, la enzarzá de mayuelos, piola, el chicote y tú la llevas. Y estaba el fútbol con pelotas de trapo y las botas de clavo. Las pandorgas, las bombitas de peste y el tirachinas. Nada que ver con los juguetes electrónicos y los nintendos.

En una esquina se afanaban la vida el Mudo y Nicolás, vendiendo "largos americanos" y cuarterones y en otra, los obreros de la RTC, sorbían los tragos de aguardiente en el quiosco del Ratón. Enmedio, los carrillos de mano, los botijos y las sillas de enea al despertar la primavera. Intercambio de cromos y risas con Gordito Relleno, Karpanta, Zipi y Zape y la huraña, doña Urraca.

Mucho tiempo después, aprendimos a declinar que el callejero era más que una guía para carteros y un remite. En él y enmudecidas, surgían las guadañas de muerte, las batallas sin rostro, las dos Españas, hermanos contra hermanos, odio tras odio, luto y desolación. Y los niños ya hombres, supimos que la sangre corrió por esa calle, en la blanca inocencia del ayer.

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