Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
LA secuencia de ver al fiscal general del Estado quitándose la toga negra con escudo y puñetas blancas –aún sentado junto a los representantes del Ministerio público y la Abogacía del Estado, que hacen de defensores– para levantarse y sentarse frente a siete magistrados del Tribunal Supremo en el banquillo de los acusados es un oprobio. Un hecho que daña una institución esencial en una democracia: el baldón de que el máximo responsable de la persecución del delito sea juzgado en el ejercicio del cargo por la supuesta comisión de uno grave: revelar información secreta con tal de ganar un relato político. Y eso sí que está probado, por más borrados que hiciese el acusado, que se enfrenta a una petición de pena de seis años de cárcel.
La perturbadora ignominia no debe ocultar el que es el verdadero trasfondo del juicio: obsesionado por ganar ese relato político, Álvaro García Ortiz encontró la horma de su zapato.
Las razones que expuso para exculparse –defender la verdad, según dijo– en realidad le cegaron ante una trampa en la que ha acabado deshonrosamente procesado. Su militancia en la causa sanchista le pudo y todo está a expensas de lo que esos siete magistrados decidan: si el cúmulo de indicios es suficiente para condenarle o no. No seré yo quien especule: un respeto a la Justicia y a la separación de poderes que el presidente del Gobierno ignora al dictar su propio fallo: “El fiscal es inocente”. Y ello pese a que no ha habido ningún dato desconocido antes de que el instructor y la sala de apelaciones decidieran que fuese juzgado.
Pero el daño está hecho. Y la victoria real del adversario, servida. ¿Por qué? Porque no hace falta que se condene al fiscal general: basta con que se dé por probado que la filtración provocó indefensión para que Alberto González Amador pueda reclamar la nulidad del caso por el que él también será juzgado como supuesto defraudador al fisco (no es confeso porque, y hete ahí la madre del cordero, la conformidad nunca se firmó y la oferta debió quedar secreta). Materializar esa indefensión apuntalaría el relato político que –a mi juicio en un error político al vincular a la Comunidad de Madrid con el caso– Miguel Ángel Rodríguez le brindó a Isabel Díaz Ayuso para acusar al Gobierno y “a su” fiscal de “montar una operación de Estado contra un particular para dañar a un adversario político”.
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