
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
A Montero no le salen las cuentas
En tránsito
Hace casi dos años, casi 8 millones de españoles (¡y españolas!) votaron a Pedro Sánchez. ¿Había algo en aquel Sánchez de hace dos años que lo hiciera distinto del Sánchez actual recluido en su búnker? ¿Era menos mentiroso, menos bravucón, menos autoritario? ¿Se comportaba de forma menos despectiva? ¿Tenía alguna idea o algún sentimiento que no estuvieran únicamente centrados en su ego y en su asombrosa vanidad? ¿Había algo en él que indicara que realmente le importaba la vida de la gente corriente? ¿Había algo en él que demostrara un mínimo atisbo de conciencia o de humanidad? ¿Había algo en él que nos pudiera inspirar un resquicio de confianza, de esa simple confianza humana que nos lleva a adentrarnos sin miedo por una calle oscura con un desconocido? ¿Había algo en él que pudiera ser considerado simplemente fiable?
No, no había nada. Nada. Aquel Sánchez era igual de mentiroso y vanidoso y despótico que el Sánchez actual. Aquel Sánchez era el mismo tiranuelo que sería muy capaz de amañar unas elecciones generales si encontrase los medios técnicos necesarios para hacerlo.
Aquel Sánchez era el mismo ser mezquino y resentido y acomplejado que había construido toda su carrera personal y política a través de la mentira y el fraude. Todo eso era evidente hace dos años y cualquier persona con un mínimo de inteligencia o de sensibilidad lo sabía. Y aun así, ocho millones de ciudadanos creyeron en él. Ocho millones de ciudadanos –más los tres millones que votaron a la izquierda medio chiripitifláutica y medio chavista– le entregaron su confianza incondicional. ¿Por qué?
Las razones del voto son misteriosas. Votamos de una forma o de otra por lo que le pasó a un abuelo o a una bisabuela durante la guerra civil. O porque nos acaban de conceder un aumento de sueldo en el trabajo. O porque nos sentimos frustrados con la vida. O por una herencia ideológica familiar que nos lleva a votar a la misma gente a la que votaban nuestros abuelos. O porque nos creemos maltratados por la vida y buscamos en el voto una excusa o un remedio.
Sí, de acuerdo. Pero ¿qué ocurre cuando decidimos votar a una persona que sólo sabe mentir y engañar y nosotros lo sabemos? Ah, amigos, ese sí que es el gran misterio.
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