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A Morante de la Puebla

LA idea de vanguardia surge como ideal de confusión entre el arte y la política. Fue Saint-Simon el primero en apelar a la avant-garde para preconizar que el genio artístico prestara su fuerza rupturista a la acción política. No todos los artistas, claro, aceptaron un trato que escondía el vasallaje del creador al poder. “El arte por el arte” fue la reacción que sembró otro concepto de vanguardia donde el artista sólo rinde culto a su obra y su ministerio. Por más que desde Lenin a Perón se quisiera restaurar la sumisión del arte a la totalidad política, muchos creadores han defendido su patente para la ruptura, haciendo del arte un orden soberano en su esfera. La cuestión hoy, sin embargo, no es ya que la política quiera someter al genio disruptivo. Ahora la vanguardia, como ruptura con la tradición y la razón práctica, está en la política, mientras que el arte, sorprendido, se refugia en una pesimista y deprimente guarida conservadora. Si el feísmo político roba al artista el privilegio para profanar, la tecnología le disputa su propio monopolio del acto creador. Escribía hace poco, Arias Maldonado, un incitador ensayo sobre lo penoso que podría resultar, en este contexto tecnológico y cultural, la irrupción de un neorromanticismo que abjure de la modernidad para proclamar un arte de autenticidad primitiva. No le sorprenderá a mi amigo que pensara en su texto al asistir esta primavera al compendio de obras que ha rubricado un torero conocido como Morante de la Puebla. Fue Ortega quien nos alertó de que la vanguardia podía esconder una deshumanización del arte. La deshumanización en el horizonte sería hoy la del arte genuinamente inhumano, el arte del algoritmo. Es aquí cuando, ante la obra de este torero, destaca la realidad de que ha requerido de su humanidad material, es decir, de su cuerpo. Él no expone, se expone y su obra efímera es expresión de una subjetividad que no quiere sino mostrar, idealista, el enigma inefable del mundo y la vida. Su romanticismo es así clásico, como es esencial su artisticidad y anecdótica su vanguardia. Sabemos que el de la Puebla no recuerda parte de su creación pasada. Sus manos, sin embargo, no han olvidado la lex artis aprendida, una dialéctica temporal y genealógica. Y es esa creación ciega la que nos hace pensar que un arquetipo humanísimo del artista sobrevivirá. La amnesia creadora de Morante nos recuerda también, con alegría por el torero, el verso del Borges más romántico: Solo una cosa no hay. Es el olvido.

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