Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Merece la pena?
CREÍAMOS que no podía morir, que no iba a morir nunca. Ha dicho Robert Redford que tras él, tras su existencia fúlgida y humana, a menudo profundamente humana, el mundo es un lugar mejor en el que estar: probablemente tendrá razón, pero también el mundo se ha quedado más frío, más desarrapado y más estepa. Algo hemos perdido con la muerte de Paul Newman: algo quizá íntimo, mucho más interior de lo que cabe esperar tras el fallecimiento de un actor de cine. La muerte de Paul Newman, como asunto de columna, es un caramelo envenenado, porque nada más fácil que escribir de cualquier pasión, y Paul Newman es una pasión como el cine también es una pasión: ya no se pueden entender el uno sin el otro, porque se han escrito a sí mismos con las letras hendidas y doradas, pero también sangrientas y muy frágiles. Con Paul Newman, ya no se puede decir eso de que todos somos reemplazables, o eso de que nadie es imprescindible. Paul Newman sí era imprescindible, y eso lo sabemos hoy, cuando no está, y es precisamente por eso que creíamos que Paul Newman no podía morir, que era inmortal, que siempre estaría ahí, con su gorra de béisbol y sus gafas de sol, avejentado pero todavía esbelto, animando discretamente cualquier carrera de coches, apareciendo fugazmente en una última película que jamás sería la última y habitando cada tarde de domingo abrazado a su mujer, viendo caer el sol a ras de hierba.
Sucede con Paul Newman como con los buenos libros, esos que tienen una interpretación distinta para cada edad, pero igualmente valiosa. El Paul Newman que recuerdo de la infancia es, especialmente, el de La leyenda del indomable. No sólo por la escena famosa de los huevos, sino por la pelea en el presidio, por cómo se dejó pegar hasta aburrir al bravucón de turno: así, frente al descubrimiento de grandes púgiles cinematográficos como John Wayne o Kirk Douglas, este hombre se dejaba sacudir, se podía mostrar vulnerable y asumía su propia debilidad, pero sin retroceder y sin caer. En la adolescencia, sin embargo, mi Paul Newman predilecto fue el compañero de su amigo de Montana en Dos hombres y un destino y en El golpe; ahora, el de La gata sobre el tejado de zinc o Dulce pájaro de juventud. Y, dentro de unos años, en una madurez imaginada, me gustarán más aún Harry e hijo, Veredicto final y Al caer el sol.
Cuando hace un mes decidió renunciar al régimen hospitalario para poder morir tranquilamente, muchos empezamos a despedirnos de Paul Newman. Todos podemos ser más o menos mitómanos, pero pocos hombres dejan tras ellos este rastro de extraña bonhomía. Nunca brindé con él, pero tengo la sensación de que se ha muerto un amigo de toda la vida.
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