¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
La nueva España flemática
El otro día, viendo a Alcaraz en el US Open, me acordé de Manolo Santana, el primer gran tenista español televisado. Encontré en Youtube imágenes de algunos de sus partidos, y no me sorprendió encontrarme con los clásicos tropos del deporte televisado en la Europa de los sesenta: los saltitos del público o de los jugadores, la prosa pesada y cantarina del comentarista, y sobre todo esa imagen lechosa, ese aire natural e improvisado del deporte antiguo que tantas veces echo en falta en las espectaculares e hipervitaminadas retransmisiones actuales.
Nos hemos acostumbrado a verlo y saberlo casi todo. Lo que todo gran deportista ha sido para sus epígonos modernos se ha alimentado de la información: las mejores jugadas, los pósters, las entrevistas. Hace mucho tiempo, uno tenía que confiar en la imagen a medio cocer de las primeras televisiones, en los medios escasos, en los primeros pasos de una industria en pañales. Y antes ni eso. ¿Fue Di Stefano mejor que Cruyff, Messi o Maradona? Salvando ciertas jugadas sueltas, sólo quienes lo vieron en directo lo saben realmente.
Junto a otras cosas, el deporte moderno ha deshecho el poder de la imaginación y del mito. Igual que los niños pueblan la oscuridad con sus mayores miedos, el aficionado era muchas veces incapaz de acceder a su ídolo. Con lo poco que se sabía había que construir una vida, una carrera, y la admiración se dirigía a menudo a sombras o a mentiras piadosas. Y esa admiración era pura, o al menos mucho menos impura o dirigida que ahora, cuando de cualquier filfa se quiere hacer noticia del año.
Hoy todo es negocio. O casi todo. Porque hace unos días un joven futbolista brasileño de un talento descomunal, alguien que podría jugar en los más grandes clubes del mundo, llegó al aeropuerto de San Pablo, y rodeado de aficionados y de banderas asomó su cuerpo por la ventanilla y alzó el puño en alto, feliz de poder volver al lugar donde fue feliz, donde tantos fueron felices con sus goles y sus ganas.
Esa noche era una noche traída de otros tiempos que parecían para siempre perdidos: aquellos en los que el deporte era el hijo bastardo de la realidad y del mito, de la vigilia y del sueño. Tiempos en los que no todo era cuantificable, predecible, aburrido. Cuando lo imposible era posible. Por ejemplo, nacer dos veces. Una en Osasco. Otra en Triana.
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