Corazón de África

Su propio afán

Según organizaciones como Ayuda a la Iglesia Necesitada, cada año miles de cristianos son asesinados en Nigeria, República Centroafricana, Burkina Faso, Sudán del Sur o República Democrática del Congo. El año pasado, sólo en Nigeria, más de 4.000 cristianos perdieron la vida bajo el fuego de grupos yihadistas, milicias tribales o gobiernos hostiles. Sin embargo, el eco mediático en Europa es tan leve que apenas se percibe. ¿Por qué no nos estremecen, ni por un acto reflejo de compasión humana, las noticias de estos mártires contemporáneos?

Si uno rasca en esa indiferencia, encuentra, no un vacío, sino una presencia taimada: la del peor eurocentrismo. Nos conmueve Oriente Medio porque, en el fondo, nos amenaza; nos inquieta el terrorismo islámico cuando golpea en París, Londres o Madrid, pero no cuando arrasa aldeas enteras en el Sahel. No somos, como a veces nos gusta pensar, cosmopolitas comprometidos con la paz mundial, qué va, sino cobardes que sólo se inmutan ante aquello que puede rebotarles. El eurocentrismo legítimo era la conciencia concentrada de las exigencias de nuestra civilización. El de ahora es, por miedoso, nihilista.

Y aunque, de pronto, nos sacudiésemos la modorra y decidiésemos atender, ¿qué podríamos hacer? Europa ha malbaratado su autoridad moral, ha perdido la capacidad de intervenir y ha dilapidado cualquier posibilidad de influencia real. Así las cosas, cabría preguntarse si no será que nuestro subconsciente prefiere desentenderse para no tener que reconocer nuestra insignificancia ante el mundo –y ante nosotros mismos–. Muy a menudo la indiferencia sólo es el disfraz vergonzante de la impotencia.

Pero tanto desinterés no cambia en nada lo esencial. A los ojos de Dios, esos cristianos anónimos, perseguidos y asesinados, son mártires, y su sangre tiene un peso y una dignidad que ningún disimulo occidental puede borrar. Antes o después, la Iglesia los elevará a los altares para oprobio de los que fuimos sus estrictos contemporáneos por completo sordomudos.

Aunque por ahora las altas instancias y los medios, por insensibilidad y por cobardía, valga la redundancia, miren hacia otro lado, nosotros, uno a uno, podemos no hacerlo. Nos corresponde darles voz en nuestra oración y en nuestra conversación. Que no sea sólo su sangre la que clame al cielo, sino que, con ella, lo haga nuestra fraternidad, nuestro dolor, nuestra triste impotencia y nuestra fe.

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