¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
La nueva España flemática
Pasarán los años y la jornada del 20 de septiembre del 2025 nunca se olvidará en esa historia local que se engrandeció a límites más amplios en nuestra provincia. La Procesión Magna Mariana ha dejado una inmensidad de recuerdos que seguirán viviendo en nosotros y a la vez se irán conociendo en la alegría y en la emoción de una tarde inolvidable para Huelva.
Llegaba el final de la procesión a la Plaza de las Monjas, y con el corazón apretado de emociones vividas, pude contemplar algo que se marcaba con sentimientos llenos de amistad a unas religiosas que daban nombre al típico lugar onubense desde hace mas de cinco siglos.
Las Madres Agustinas han sido en el tiempo un ancla de amor para Huelva. Un ejemplo de fe, de entrega y de vida consagrada bajo la sombra de un Santo que sembró devoción y formación en cuantos nacimos en esta tierra marinera.
Desfilaba la procesión y en la puerta de la iglesia de Santa María de Gracia, en sus ventanas bajas, tras humildes celosías, las monjas contemplaban emocionadas el paso de tantas imágenes de Vírgenes, en el silencio de sus oraciones y en el puro brillo de sus ojos, extasiadas de alegría.
Y llegó un momento único, la Virgen Chiquita, la Señora y Madre de Huelva, la Reina del Conquero, llegaba en espléndida solemnidad. De pronto, como aves del cielo en un vuelo de amor, un grupo de religiosas agustinas corrían acercándose a saludar a la Patrona, con los corazones henchidos de un inmenso gozo. Era como una Santa clausura abierta en el milagro de un día como ningún otro.
Desde niño he tenido una especial vinculación con este convento, al vivir mi familia junto al él. He sentido su latir de años difíciles, de olvidos, de necesidades, de duras carestías. Días de horror con el convento y la iglesia asaltada, incendiada, vacía mucho tiempo y la tristeza de las monjas escondidas por el miedo a lo peor, algunas en la casa de mi abuela Pilar, en aquel Julio de 1936.
Y hoy la satisfacción de esas religiosas, en paz, siguiendo haciendo el bien, formando a los niños, sintiéndose onubenses, salían al exterior para abrazar, en la devoción, a la Virgen de la Cinta, que presidia y cerraba la Magna Mariana. Un momento más de los muchos que se darían aquella tarde. Para mí, recordando tantas cosas, fue tan inenarrable, que sólo unas lágrimas por mis mejillas eran el premio de una alegría infinita.
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