El lado bueno
Ana Santos
Juventud, divino bochorno
Gafas de cerca
Una de las grandes habilidades de quien naturalmente encuentra eso que llaman felicidad, pero que muchos llamamos serenidad, es recordarse las bendiciones con las que has sido agraciado, cada mañana. No se trata de esa gratitud semirreligiosa que algunos ostentan incluso en la desgracia y ante la crueldad: allá cada uno. Llegar a los crucificados de La vida de Brian cantando y silbando “Mira siempre la parte positiva de la vida” es puro sentido del humor, un cachondeo negro e impío.
Valga esto para aducir que ser ciudadano europeo es que te haya tocado la verdadera lotería: el bienestar en el mundo se reparte malamente. Sucede inexorablemente a lo largo de la historia que los cambios de los humanos son tan vertiginosos como la existencia de cualquier mortal, porque si hay algo que es común a agraciados y desgraciados es la visita de la parca. En la mitología romana, de tres deidades hermanas y viejas, la primera hilaba, la segunda devanaba y la tercera cortaba el hilo de la vida. No somos el tiempo vivido, sino que somos el tiempo que nos queda; lo escribió el jerezano Caballero Bonald. Si en el curso de los fugaces presente y porvenir hacemos vicio del descontento, somos todo menos sensatos. Ese pecado es mucho más egoísta si en cada despertar tenemos un hogar, dignidad y una posibilidad de disfrutar de ocio. Y no estar, como tantos millones de personas en el planeta, condenados a la miseria, la crueldad y la desesperanza.
Sin embargo, los europeos somos los principales consumidores de farmacopea para paliar la depresión, el insomnio y la melancolía. Según parece, las muestras de las aguas sucias de España contienen el mayor índice per cápita de restos de ansiolíticos, sedantes, hipnóticos u otros para calmar la infelicidad, con las llamadas benzodiacepinas como estrella química. Cabe conjeturar que tiene eso que ver, como efecto y no como causa, con la decadencia de Europa y sus valores, o el peligro de extinción de estos.
Queda para otro día comentar un reciente reportaje de The Economist sobre cómo los valores occidentales van divergiendo sin pausa de los del otro mundo distante. Nada es como antes –ni nunca lo ha sido– aunque nuestra pequeña vida y nuestro gran corazón crea que ciertas verdades son para siempre. Mario Draghi –un sabio eurócrata y economista– lo ha advertido en términos de “competitividad”. Y es que los ciclos económicos son tan tercos como los biológicos, o más. Lo que a los viejos ricos nos valió como esencia ética y colectiva, bien pueden no valerle a los nuevos ricos. Ni a los pobres, por supuesto.
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